Cap. 20 - Escape de tierras papales - El ángel de la muerte.

369 27 8
                                    

La sangre continuó goteando por fuera del sarcófago y llenó hasta los bordes la bandeja oxidada sobre la cual estaba apoyado el siniestro aparato. El corazón de Lance, ya sin sangre, seguía latiendo aunque muy lentamente, de modo que era imposible saber si seguía con vida o no. Incluso su respiración se había vuelto tan tenue que casi era imperceptible. Habían pasado ya muchas horas desde que lo metieron en aquel sarcófago y para ese entonces, cualquier otro ser humano ya habría muerto por desangramiento o al menos habría enloquecido, pero no Lance, él ya había pasado por esto antes y sabía que no tenía permitido morir o enloquecer. Lo único que tenía que hacer era esperar, esperar a que por fin abrieran las puertas de la doncella de hierro y entonces su cuerpo sería arrancado de las púas y comenzaría a regenerarse por sí solo, incluso su mente saldría del letargo en el que se había sumido.

Casi una hora después y luego de soportar un dolor indescriptible, un hombre gordo y maloliente abrió el sarcófago y dejó cruelmente caer al suelo lo que quedaba del cuerpo de Lance. El joven parecía muerto, cualquiera hubiera apostado que lo estaba, sus ojos estaban cerrados y estaba completamente bañado en sangre.

— Como es que un maldito cojo y manco dio tantos líos a la guardia del cardenal — susurró el hombre dándose cuenta que a Lance le faltaban algunas partes.

Tal cuestionamiento no era injustificado, pues un hombre con una sola pierna tenía serios problemas para brincar o correr e incluso para mantener el equilibrio; aunado a eso, a este muchacho le faltaba también una mano, con lo que resultaba sorprenderte que pudiera el joven sostener un combate o una jornada de trabajo. Lo que aquel asqueroso verdugo ignoraba, es que había más fuerza bruta en una sola pierna de Lance que en toda una escolta de soldados.

El hombre gordo, sin camisa y con la espalda cubierta de bellos sebosos, tomó a Lance como un costal y sin importarle mancharse con la sangre se lo echó al hombro. Luego caminó hasta una chimenea enorme y lo lanzó a una pila de escombros entre los cuales, Lance pudo sentir un par de cadáveres más. La sensación de quedar piel con piel con otros cuerpos no fue agradable, pero Lance la soportó valientemente, sabiendo que el éxito de su misión residía en su capacidad para hacerse pasar por muerto. Una vez que la pila de restos estuvo lista, el verdugo fue por una antorcha y le prendió fuego.

El muchacho se mantuvo inmóvil aun cuando sintió las llamas trepar por su brazo y por su pierna. Entonces rezó unas palabras en voz muy baja y sus labios apenas se abrieron para pronunciar aquellos versos cantados en gaélico antiguo. Las llamas lo abrazaron, asaron su carne y derritieron su grasa pero el joven resitió haciendo una proeza sobrehumana. Quería salir arrastrándose pero no pudo, pues el hombre gordo se quedó muy atento observando las llamas como si estuviera mirando un espectáculo ameno.

Entonces, sucedió lo impensable, los cuerpos que estaban apilados junto a Lance comenzaron a moverse de forma extraña, se retorcieron y por un momento parecieron cobrar vida, pero fue solo por ese breve instante en el que los tendones muertos se contrajeron por las llamas y se torcieron sus dedos y su cuello. Había sido solo una reacción de la carne al ser expuesta al calor intenso, pero el impacto que significó para Lance lo hizo saltar por el susto. El verdugo echó una carcajada sonora al contemplar aquel grotesco espectáculo y hasta entonces se marchó al tiempo que se limpiaba la nariz con su mano.

Lance pudo entonces arrastrarse fuera de la chimenea y se deslizó por el suelo hasta alejarse del fuego. El dolor había desaparecido y la razón es que sus sentidos habían sido destruidos por completo. Él lo supo y de forma agónica logró llegar hasta una esquina para esperar a regenerar sus músculos y al menos recuperar la habilidad de caminar.

Al paso de los minutos su respiración volvió y también los latidos de su corazón.

Una hora después, Lance volvió a moverse y arrastras se dirigió hasta la galería grande, donde había visto aquella montaña de objetos extraídos de las víctimas. El sitio estaba completamente oscuro, ya que las antorchas estaban apagadas y no se filtraba nada de luz del exterior. Solo quedaban los gritos de dolor que aún podían escucharse pero ya muy débiles y a la distancia. La buena noticia es que no se miraba ninguno de los enmascarados que antes lo habían ejecutado, o mejor dicho; lo habían intentado ejecutar. Entonces Lance se vio libre para hurgar en aquella pila de restos y buscar en ellos, su camisa, su pantalón y hasta su propia prótesis hechiza, los cuales le habían arrebatado al momento de ingresarlo en aquel salón de horrores.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora