Cap. 21 - Exorcismo - La despedida

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Después de que Haydee los abandonó, los dos héroes subieron a los caballos que encontraron entre los muertos y cabalgaron tan rápido como pudieron hasta llegar a las faldas de los Alpes. Poco más de trescientos kilómetros en línea recta les separaban de München pero también una altísima cordillera helada llena de picos y acantilados que en aquellos tiempos pocos lograban atravesar. Los Alpes era una barrera natural poco explorada en el siglo nueve y decenas de leyendas se contaban sobre ellos.

Con la paciencia que los caracterizaba a ambos, los héroes cabalgaron hasta un pueblo llamado Paratico, y rodearon el lago Iseo para adentrarse de lleno en las tierras altas del Sacro Imperio del este. Siguieron la senda hasta Cusiano, Cis y lograron la hazaña de llegar a Cermes. Todo esto en cosa de cinco días. Pero aún faltaba la parte más difícil y ellos lo sabían. Descansaron y recuperaron fuerzas en un monasterio enclavado en medio de las montañas y en dos días retomaron el camino.

San Leonardo les ofreció asilo y posteriormente Corvara. Estos eran los últimos dos pueblos de la ruta de las montañas y luego de eso, todo lo que quedaba eran las cumbres más alta de la zona y también las más heladas. Ambos sabían que cruzando aquellos picos, el camino hacia München se tornaría más amable y cuesta abajo y ello los llenaba de esperanzas.

Tomaron valor y subieron entre los actuales picos de Sonklarspitze y Botzer y ahí perdieron los caballos. Rendidos ante el cansancio y el frio extremo, las bestias no pudieron continuar y se quedaron en el camino para ser comida de predadores. A los héroes les dolió abandonar a los animales, pero no podían regresar a dejarlos en el pueblo y ya no sería posible avanzar con ellos. La nieve les impedía caminar y aunque Lance rezó las palabras en gaélico, no pudo usar magia para salvar a los caballos.

Aquella tarde los viajeros se sentaron a la sombra de unas rocas y ahí prendieron fuego para pasar la noche. Athan se mostraba aún vigoroso a pesar de la cruel jornada, pero Lance padecía cada vez más trabajos porque su salud estaba empeorando por cada metro que avanzaba.

Ahí, ante las llamas de la fogata y a más de tres mil metros de altura, Lance hizo una petición.

— Y bien... ¿Me contaras acerca de Leonor? — dijo el muchacho y la pregunta tomó por sorpresa a Athan. Aquel era un nombre que el griego no había pronunciado en años y la última vez que lo escuchó fue cuando el demonio Némesis lo escupió a modo de trampa para hacerlo sufrir.

— No es una buena historia. Es algo triste la verdad.

Pero Lance insistió.

— Dije una vez que no deseaba preguntarles a ti y a Nivia sobre sus antiguas heridas, pero estando las cosas como están, me gustaría saberlo. Cuéntame, heredé algo de sabiduría de Mislav y creo que puedo darte algún consejo. Pero antes necesito saber.

Athan arrugó el ceño y bajó la vista hasta depositarla entre las brasas de la fogata. Su rostro ya no lucia tan juvenil y su gama de expresiones se habían ido endureciendo con el tiempo. Eso era lo que preocupaba a Lance, ya que hasta su mirada se había vuelto sombría.

— Leonor no era la chica más linda de la península de Mani y sin embargo, era más linda que todas las demás — comenzó diciendo Athan y sonrió un poco al recordar —. Era devota cristiana de sentimientos nobles. Una mujer fuerte a pesar de ser tan frágil. Su cabello era largo y castaño, sus ojos cafés eran enormes. Ella tenía una de sus piernas más delgada que la otra. Su padre la amaba mucho, pero no siempre la había cuidado y por su descuido dejó que ella se enfermara de pequeña y su pierna jamás pudo sanar.

Lance comenzó a imaginarla y casi pudo verla en los pequeños prados que descansaban a las faldas de las montañas del Peloponeso. Athan continuó entonces luego de una pausa.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora