Cap. 19 - La prisión de Sabé - La espada del ángel de la muerte

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Un tercer grito de dolor, hizo saber a Ferdinand que ya había muerto el último de los hombres que antes corrieron aterrados. A partir de ese momento era cuestión de minutos para que la bestia espectral regresara y no estaba equivocado al hacer aquella conjetura.

— ¿Que vamos a hacer? — preguntó el español y la falta de ideas de los otros dos se hizo evidente en sus rostros. Finalmente fue Nivia quien habló de esta manera.

— No hay nada que hacer. Ustedes solo intenten sobrevivir hasta que Lance regrese.

— Entiendo, entonces el plan es correr y gritar como locas.

— Pues... los gritos son opcionales — respondió el druida con algo de confusión —. Lo importante es ganar tiempo.

Pero Athan se negó a aceptar aquella idea.

— Me niego a solo correr y esperar la muerte, debe haber una manera de matar a esa bestia.

— Desgraciadamente las armas físicas no la dañan, pero quizás la magia quizás sí — al decir eso, Nivia miró con rumbo de la entrada de la galería y enseguida detectó el sonido de las alas, el cual llegaba para mezclarse con el griterío de las almas atormentadas.

— Ya has escuchado al mago — dijo Fer dirigiéndose al griego —. Nosotros corremos y gritamos para ganar tiempo.

El sonido de las alas al batirse los envolvió por fin y Nivia, al saberse ya en la mira de las fauces del animal, les indicó a los demás con sus manos que retrocedieran y que lo dejaran solo en el centro del claro. Athan obedeció mientras preparaba su arco y los españoles hicieron lo mismo con sus espadas.

— Cierren sus ojos, ¡Ahora! — ordenó el druida y nadie logró comprender aquella orden, pero aun así la obedecieron.

Entonces el sonido de las alas se hizo omnipresente y las corrientes de viento levantaron remolinos fantasmales alrededor del mago. De la oscuridad del cielo de la caverna brotaron unos colmillos largos y afilados que se lanzaron en picada a una velocidad superior a la vista humana. Nivia tuvo solo un segundo para hacer su movimiento y lo logró con una precisión milimétrica. De su báculo brotó una luz tan intensa, que la galería se iluminó por completo pero solo durante un breve instante, fue como si un rayo de sol hubiera brotado de la mano del druida y con esta luz cegó a la bestia, la cual cerró sus ojos y lanzó un bramido ensordecedor mientras se retorcía intentando sacudirse la ceguera. El chillido de la bestia fue tan fuerte que las rocas se cimbraron y algunas estalactitas se llenaron de fisuras.

— Al maldito no le gusta la luz – susurró Fer y Athan comenzó su asedio con flechas pero estas de nuevo fueron ineficaces y atravesaron la nebulosa sustancia con la que estaba constituido aquel animal.

Aquella no era una bestia común. Era parecida a una serpiente de diez metros pero con un par de anomalías, además de su tamaño. Una, era que tenía alas y la segunda eran dos extremidades que terminaban en tres dedos con garras afiladas, cual patas de una lagartija. Entre su espectral esencia se podían distinguir además, algunos detalles como escamas y púas cortas que le brotaban de casi toda su etérea piel. Parecía una criatura sacada de la mitología antigua y quizás lo era. Los héroes como Nivia y Ferdinand, quienes no estaban acostumbrados a sentir miedo, se encontraban asombrados en un grado cercano al pánico, pues no imaginaron que una bestia como esa pudiera existir en la tierra.

Recomponiéndose por fin de su ceguera, la bestia furiosa gruñó y con su cuello y mandíbulas buscó la anatomía del mago, lanzando su mordida parecida a la de la cobra. Pero cada vez que lo intentó, sus colmillos chocaron violentamente contra el bastón de Nivia y esto la hizo enfurecer más. No podía ser que un ser tan pequeño tuviera la fuerza para frenar sus ataques y entonces comprendió que el druida estaba poniendo frente a él, una especie de barrera con su magia.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora