Capítulo 40

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     Se miraban, sonriéndose, sus narices y frente rozándose, mientras sus pies se movían lento.

     Ahora con Renato todo era diferente, pero a la vez tan igual. Había cosas que habían cambiado, pero su conexión era la misma.

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    No todo había cambiado. Después del baile, Renato le había insistido para que se acercaran a la placita.

—Dale, Gabo, no hay nadie. Aprovechemos.

     Y ahora estaban al lado de la calesita manual, similar a la de aquel día en el que Renato se había subido, a los dieciocho años, y había sido retado por dos señoras por ocupar un juego de la plaza que era “para los nenes más chiquitos”. 

     Los dos estaban parados ahí.

—¿Y? ¿No te vas a subir? —Le preguntó al castaño.

—No, vas a subir vos.

    Y al segundo, estaba sentado en esa calesita, con sus rodillas casi tocando su pecho, girando la rueda que estaba en el centro y Renato ayudándolo a girar desde afuera.

     Otra vez el chico lo arrastraba a sus locuras, aunque, en realidad, él se dejaba a arrastrar. Solo porque se trataba de él. Solo porque era Renato.

     Y río. Y sonrió. Porque sí. Sí era divertido. Y más divertido se volvió cuando Renato pegó un salto para sentarse con él. Ambos giraban desde la rueda ahora, frente a frente. Daban vueltas en la calesita mientras se miraban y se reían y un  fresquito les pegaba en el rostro.

    Cinco minutos más tarde, después de recuperarse del mareo, Renato agarraba el canasto con sus cosas y corría hasta las hamacas. Se sentó en una después de dejar la canasta en el pasto artificial y lo miró sonriendo grande.

—¡Dale, vení, Gabo! —Renato lo llamó, empezando a balancearse.

    Y él rio, sintiéndose extasiado. La estaba pasando muy bien, no lo podía negar. Salió de la calesita y corrió hasta sentarse en la hamaca de al lado.

—¿Cómo la estás pasando? —Preguntó el castaño mientras estiraba un brazo hacia él, buscando su mano sin dejar de hamacarse. Ambos iban en sentido contrario, por lo que cuando consiguieron agarrarse la mano, las hamacas hicieron un vaivén que apretó algo en su estómago. Rieron ambos ante esa situación.

   Cuando las dos hamacas se estabilizaron, siguieron hamacándose con lentitud mientras se miraban y se sonreían.

—Estoy pasándola muy bien.

—Yo también.

     Su mente comenzó a divagar en los recuerdos otra vez. Muchos recuerdos querían invadirlo en ese momento, como cuando insistía a sus padres  que lo llevaran a la plaza y lo único que conseguía que le dijeran era que dejara de molestar, que ellos sí tenían cosas importantes que hacer y que ya era grande para esas cosas. Él tenía solo ocho años, pero trató de no pensar en eso y se concentró en los recuerdos de él y Renato, esos recuerdos en los que jugaban a la pelota en un parque. Le estaba enseñando para jugar al fútbol con los chicos de la escuela, pero sus esfuerzos habían sido en vano.

—¿Ahora qué pensás?

—Cuando me enseñabas a jugar a la pelota.

—Sí, y al final, nunca jugaste conmigo y con los chicos.

—Si no cazaba una. ¿Viste cómo atajaba? Iba para el otro lado. Nunca podía quitarte la pelota. Y para hacer goles tenía que estar a dos centímetros del arco. Soy un desastre.

Por un besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora