Capítulo 12

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Dixon

Su respuesta me dejó atónito, porque, ¿cómo pensaría que alguien como Holly pudiera tener alguna clase de mierda jodiéndola? Ella era todo lo que estaba bien en esta vida, exceptuando su físico, por supuesto. ¿Qué podría perturbarla? Quizás el dinero podría ser un problema, pero no la consideraba la clase de persona que se queda sentada quejándose por su situación, ella era de las que buscaban soluciones.

¿Se trataría de su padre? Lo dudaba, cada vez que hablaba con él se notaba el amor que le tenía y no daba la impresión de que algo fuera mal, aunque tal vez ella extrañaba su hogar, su antigua vida lejos de mí y el dolor de cabeza que solía ser a menudo; entonces me pregunté: ¿sería yo la causa? No enteramente mi persona, sino lo que significaba el trabajar para mí. Probablemente le preocupaba que pudieran atentar contra ella.

Mierda. Buscaba entre una y otra cosa y nada encajaba para ser lo adecuado, y mientras más luchaba por encontrar la respuesta, más lejos parecía de ella.

—¿Quiere hablar de eso? —Pregunté. Sus ojos brillaban por las lágrimas. Maldita sea.

¿Qué o quién tenía el poder de hacerla llorar con tan solo recordarlo? La veía rota, completamente vulnerable, sin esa fortaleza que la caracterizaba, esa entera confianza en sí misma y su porte firme y tenaz, capaz de callarme la boca con pocas palabras.

—No —susurró—. Yo... lo siento —agregó, llevándose entre sus dedos un par de lagrimas traicioneras.

—No tiene que disculparse por llorar, Bridger —la calmé—, solo contésteme una cosa.

—¿Qué? —Inquirió trémula.

—Su llanto de ahora y el del hotel, ¿es por la misma razón?

Agachó la cabeza y sujetó el cubierto con mayor fuerza.

—Sí —se sinceró.

No quise averiguar más... por ahora. Tarde o temprano me enteraría de quién o qué la hacia llorar. La curiosidad y la necesidad de conocer la verdad se volvió más fuerte, porque eso seguía lastimándola y ella era tan terca y orgullosa como para pedir mi ayuda, así que le facilitaría las cosas investigándolas por mi cuenta.

—Termine la cena —señalé—, frío no sabe bien.

Asintió y continuamos con la comida, ya no profundizaría en el tema, no quería verla llorar, me causaba impotencia y me dejaba en una situación incómoda, no sabía cómo reaccionar o que hacer, no es como si fuera a estrecharla entre mis brazos. Nunca abrazaba, a menos que se tratara de sexo, lo cual no iba a suceder jamás con nosotros.

—Debo irme —dije, poniéndome de pie, apenas acabé.

—Deje eso —me detuvo cuando tuve la intención de levantar la basura—, usted trajo la cena.

—Se lo debía —murmuré.

—Cada vez que se disculpa conmigo me da comida —puntualizó, volvía a ser ella—, a este paso terminará engordándome.

—Le vendría bien, así encajaría en esa ropa anticuada y fea que usa y es tres tallas más grandes que la de usted.

—Busco mi comodidad, no alegrarle la vista a los demás —espetó. Reí.

Me acerqué a ella, mirándola desde arriba. Podía sostenerla con gran facilidad, su altura tan baja y su complexión delgada me permitirían maniobrar con su cuerpo como se me antojara.

—Es cómico —rocé su mejilla con mi pulgar, contuvo el aliento—, use lo que use, logra poner una sonrisa en los labios de cualquiera que la mire.

Crueles instintos © [YA A LA VENTA EN LIBRERÍAS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora