Dexter.

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Dexter

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Dexter

El municipio al que llegamos me pareció de lo más tranquilo.

El verde se apreciaba en cualquier dirección a la que miraras. La gente se veía andar por las calles con suma tranquilidad, había un sinfín de cosas que llamaron mi atención, cosas mundanas y simples: vendedores, negocios, lugares. Es como si estuviera en otro tiempo, como si yo fuera otro, aunque al final de cuentas terminé perdiéndome y aun no lograba encontrarme.

Sin Darla esto no tenía sentido.

Sin embargo, se me impulsó a seguir. Dixon no me permitiría hundirme y lo agradecía, pese a que, no nos lleváramos bien, ambos nos queríamos a nuestra manera. Poco a poco acepté que él no fue culpable de nada, que yo no lo fui, mas eso no evitaba que el dolor siguiera dentro de mi pecho.

La soñaba, la escuchaba llamarme, veía a nuestro bebé y luego nada.

Esas pesadillas fueron constantes mientras me encontré en el presidio. Ese sitio que era como el mismo infierno, aun no asimilaba que mi padre haya enviado a Dixon allí siendo tan joven. La cantidad de hombres que había era impresionante, más lo podrido que algunos se hallaban, sin el menor escrúpulo, dispuestos a quebrarte los huesos y romperte la voluntad si no te defendías.

Mi hermano tuvo razón. Logré enfocar mi ira en otras actividades, como defenderme y sobrevivir en ese sitio.

Viví cosas obscenas, escenas crudas que se quedaron grabadas en mi memoria y envenenaron lo poco bueno que quedaba en mí. Hoy solo quería matar, tener poder, matar, hacer dinero, y matar otra vez. No había más motivación, no había más incentivos que esos, ademas de seguir manteniendo a Darla viva en mi memoria, cerca de mí.

Si moría, no la vería otra vez, ella no estaría esperándome en el infierno y me negaba a soltarla, no podía decirle adiós para siempre. La amaba y la amaría cada puto día que siguiera en la tierra.

La camioneta en la que viajaba se detuvo dentro de una hacienda grande y extensa a la que no le veía fin, con una gran cantidad de hombres armados paseándose por cada rincón al que mis ojos miraran.

—Te voy a presentar a mi esposo —anunció Maia, ambos bajamos de la camioneta—, luego iremos a las bodegas donde tenemos la mercancía.

Asentí sin mencionar palabra. La acompañé hacia el interior de la hacienda, la cual era bella, lujosa a su manera, pero con un toque de calidez hogareño que por mucho tiempo encontré en la mansión de mis padres, no obstante, al pensar en mi niñez feliz, no dejaba de sentirme culpable por la niñez tan atroz que ambos le dieron a Dixon.

Mi hermano también se merecía un hogar, él no se merecía haber sido corrompido. Lo juzgué mucho tiempo sin entender de donde provenían los crueles instintos que lo caracterizaban y que me hacían detestarlo. Ojalá me hubiera dicho lo que sucedía, ojalá hubiera podido hacer algo para ayudarlo.

Crueles instintos © [YA A LA VENTA EN LIBRERÍAS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora