13 Eternidad

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   A las nueve de la noche pues, pongo en el vídeo una cinta de Ozu, Las hermanas Munakata. Es la décima película de Ozu que veo en un mes. ¿Por qué? Porque Ozu es un genio que me salva de los destinos biológicos.
    Todo esto vino porque un día le confié a Angele, la joven bibliotecaria, que me gustaban mucho las primeras películas de Wim Wenders, y me dijo: «ah, ¿y ha visto Tokio-Ga?» Y cuando se
ha visto Tokio-Ga, que es un
extraordinario documental sobre Ozu, por supuesto a uno le entran ganas de descubrir al propio Ozu. Descubrí pues a Ozu y, por primera vez en mi vida, el Arte cinematográfico me hizo reír y llorar como un verdadero entretenimiento.
Pongo en marcha la cinta y saboreo a sorbitos un té de jazmín. De vez en cuando rebobino la cinta, gracias a este rosario laico llamado mando a distancia.
   Y he aquí una escena extraordinaria.
   El padre, interpretado por Chishu Ryu, actor fetiche de Ozu, hilo de Ariadna de su obra, hombre maravilloso
que irradia calidez y humildad, el padre, como digo, al que le queda poco de vida, conversa con su hija Setsuko acerca del paseo que acaban de dar por
Kyoto. Beben sake.
   EL PADRE: ¡Y ese templo del
Musgo! La luz realzaba aún más el musgo.
   SETSUKO: Y también esa camelia que había encima.
   EL PADRE: Ah, ¿te habías fijado? ¡Cuan hermoso era! (Pausa.) En el Japón antiguo hay cosas hermosas. (Pausa.)
   Esta manera de decretar que todo eso es malo me parece excesiva.
   La película avanza y, al final del todo, está esta última escena, en un parque, cuando Setsuko, la mayor, charla con Mariko, su antojadiza hermana menor.
   SETSUKO (con expresión radiante): Dime, Mariko, ¿porqué son violetas los montes de Kyoto?
   MARIKO (traviesa): Es verdad. Parecen un flan de azuki.
   SETSUKO, sonriente: Es un color bien bonito.
   La película trata de mal de amores, de matrimonios arreglados, de la familia, de hermandad, de la muerte del
padre, del antiguo y el nuevo Japón y también del alcohol y la violencia de los hombres.
    Pero sobre todo trata de algo que se nos escapa, a nosotros occidentales, y sobre lo que sólo la cultura japonesa
arroja algo de luz. ¿Por qué esas dos escenas breves y sin explicación, que nada en la intriga motiva, suscitan una
emoción tan poderosa y sostienen la película entera entre sus inefables paréntesis? Y he aquí la clave de la película.
   SETSUKO: La verdadera novedad es lo que no envejece, pese al tiempo.
   La camelia sobre el musgo del templo, el violeta de los montes de Kyoto, una taza de porcelana azul, esta eclosión de la belleza en el corazón
mismo de las pasiones efímeras, ¿no es acaso a lo que todos aspiramos? ¿Y lo que nosotros, civilizaciones occidentales, no sabemos alcanzar?


    Diario del movimiento del
            mundo nº3



    ¡Pero vamos, alcánzala!



   ¡Cuando pienso que hay gente que no tiene televisión! Pero ¿cómo es posible, cómo se las apaña? Yo es que podría
pasarme horas enteras viendo la tele. Quito el sonido y miro. Es como si viera las cosas con rayos X. Cuando se quita el sonido viene a ser como quitar el papel de embalaje, el bonito papel de seda que envuelve una tontería que te ha costado dos euros. Si veis así los reportajes de los noticiarios, os daréis cuenta de una cosa: las imágenes no tienen nada que ver unas con otras, lo único que las une entre sí es el comentario, que hace que una sucesión cronológica de imágenes parezca una sucesión real de hechos.
   Bueno, resumiendo, que me encanta la tele. Y esta tarde he visto un movimiento del mundo interesante: una
competición de saltos de trampolín. En realidad, varias competiciones. Era una
retrospectiva del campeonato del mundo de la disciplina. Había saltos individuales con figuras impuestas o figuras libres, saltadores hombres o mujeres, pero sobre todo, lo que más me
ha interesado eran los saltos dobles. Además de la proeza individual, con un montón de tirabuzones, giros y piruetas,
los saltadores tienen que ser
sincrónicos. No tienen que ir más o menos a la vez, no: perfectamente a la vez, no puede haber ni una milésima de
segundo de diferencia entre ambos.
   Lo más gracioso es cuando los saltadores tienen morfologías muy diferentes: uno bajito y retaco al lado de
uno alto y esbelto. Al verlos uno piensa: esto no puede funcionar, en términos físicos, no pueden salir y llegar a la vez; pero sí que lo consiguen, aunque no os lo podáis creer.
   Lección que hay que sacar de esto: en el universo todo es compensación.
   Cuando se es menos rápido, se tiene más fuerza. Pero lo que me proporcionó alimento para mi Diario fue cuando dos jóvenes chínitas se presentaron en lo
alto del trampolín. Dos esbeltas diosas con trenzas de un negro brillante y que podrían haber sido gemelas por lo mucho que se parecían, pero el comentarista precisó que ni siquiera eran hermanas. Bueno, total, que llegaron a lo alto del trampolín, y creo que todo el mundo debió de hacer como
yo: contener el aliento.
   Tras varios impulsos gráciles, saltaron. Las primeras mieras de segundo, fue perfecto. Sentí esa perfección en mi propio cuerpo; según
parece es una historia de «neuronas espejo»: cuando se mira a alguien hacer una acción, las mismas neuronas que
activa esta persona para hacer lo que está haciendo se activan a su vez en nuestra cabeza, sin que nosotros movamos un dedo. Un salto acrobático sin moverse del sofá y comiendo patatas
fritas: por eso a la gente le gusta ver deporte por televisión. Bueno, total, que
las dos gracias chinas saltan y, al principio del todo, éxtasis total. Y luego, ¡horror! De repente el espectador tiene
la impresión de que hay un ligerísimo desfase entre ambas. Uno escudriña la pantalla, con el corazón en un puño: sin
lugar a dudas, hay un desfase. Sé que parece absurdo contar esto así cuando en total el salto no debe de durar más de
tres segundos, pero justamente porque sólo dura tres segundos, uno mira todas las fases como si duraran un siglo. Y resulta ya evidente, ya no cabe ponerse
una venda en los ojos: ¡están
desfasadas! ¡Una va a entrar en el agua antes que la otra! ¡Es horrible!
   De repente me vi a mí misma
gritando ante el televisor: ¡pero alcánzala, vamos, alcánzala!
   Sentí una rabia increíble contra la que se había rezagado. Me hundí en el sofá, asqueada. Bueno, entonces, ¿qué? ¿Es esto el movimiento del mundo? ¿Un ínfimo desfase que arruina para siempre la posibilidad de la perfección? Me tiré al menos treinta minutos de un humor de perros. Y de pronto me pregunté: pero ¿por qué querría uno a toda costa que la alcanzase? ¿Por qué duele tanto cuando el movimiento no está sincronizado? No es muy difícil adivinarlo: todas estas
cosas que pasan, que fallamos por poco y malogramos ya para siempre, eternamente... Todas estas palabras que deberíamos haber dicho, estos gestos que deberíamos haber hecho, estos
kairos fulgurantes que surgieron un día, que no supimos aprovechar y que se sumieron para siempre en la nada... El
fracaso por un margen tan pequeño... Pero sobre todo se me vino a la mente otra idea, por lo de las «neuronas espejo». Una idea perturbadora, de hecho, y vagamente proustiana (lo cual me pone nerviosa). ¿Y si la literatura no fuera sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para proporcionarse a bajo coste los
escalofríos de la acción? ¿Y si, peor aún, la literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que fracasamos? ¡Vaya un movimiento del mundo! Podría haber sido la perfección pero es el desastre. Debería vivirse de verdad pero es siempre un disfrute por
poderes.
    Entonces os pregunto: ¿por qué permanecer en este mundo?

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora