1 Afiliados
Esa misma mañana, a las siete, llaman a mi puerta.
Tardo varios instantes en emerger del vacío. Dos horas de sueño no disponen a mucha afabilidad por el género humano, y los numerosos timbrazos que siguen mientras me pongo bata y zapatillas y me atuso el cabello, extrañamente esponjoso, no estimulan mi altruismo.
Abro la puerta y me encuentro cara a cara con Colombe Josse.
—Bueno, ¿qué, estaba atrapada en un atasco?
Me cuesta creer lo que oigo.
—Son las siete —digo.
Ella me mira.
—Sí, lo sé —dice.
—La portería abre a las ocho —le indico, haciendo un enorme esfuerzo por contenerme. —¿Cómo que a las ocho?—pregunta con aire escandalizado—. Ah, pero ¿hay un horario?
No, la vivienda de los porteros es un santuario protegido que no conoce ni el
progreso social ni las leyes salariales.
—Sí —digo, incapaz de pronunciar una sola palabra más.
—Ah —contesta ella con voz perezosa—. Bueno, pero ya que estoy aquí... —... volverá usted más tarde — digo, cerrándole la puerta en las narices y dirigiéndome hacia la tetera. Al otro lado del cristal, la oigo exclamar: «Pero ¡bueno, esto es el colmo!», dar media
vuelta, furiosa, y pulsar con rabia el botón de llamada del ascensor.
Colombe Josse es la hija mayor de los Josse. Colombe Josse es también una especie de engendro rubio que se viste
como una gitana pobre. Si hay algo que
aborrezco es esta perversión de los ricos que consiste en vestirse como pobres, con trapos dados de sí, gorros de lana gris, zapatos de clochard y camisas de flores que asoman bajo jerséis raídos. No sólo es feo, sino también insultante; no hay nada más
despreciable que el desdén de los ricos por el deseo de los pobres.
Por desgracia, Colombe Josse también lleva una brillante carrera académica. El otoño pasado entró en la École Nórmale Supérieure, en la sección de Filosofía. Me preparo un té y biscotes con mermelada de ciruela claudia tratando de dominar el temblor de rabia que agita mi mano, mientras un insidioso dolor de cabeza se infiltra bajo los huesos de mi cráneo. Me doy una ducha, nerviosa, me visto, abastezco a León de alimentos abyectos (paté de cabeza y restos de cortezas de cerdo húmedas y pegajosas), salgo al patio,
saco los cubos de basura, saco a Neptune del cuartito de la basura y, a las ocho, cansada de todas estas salidas, regreso de nuevo a mi cocina, igual de nerviosa que cuando la dejé.
En la familia Josse está también la
benjamina, Paloma, que es tan discreta y
diáfana que tengo la impresión de no verla jamás, aunque vaya todos los días
al colegio, pues bien, a ella precisamente me envía Colombe, a las ocho en punto, como emisaria. Qué maniobra más cobarde.
Me encuentro a la pobre niña (¿qué edad tendrá?, ¿once años, doce?) ante el felpudo de mi puerta, rígida como la ley. Respiro hondo —no descargar sobre el inocente la ira que ha provocado el maligno—y trato de sonreír con naturalidad.
—Buenos días, Paloma —le digo. La niña tritura el bajo de su chaleco rosa, expectante.
—Buenos días —dice, con una vocecilla aguda.
La miro con atención. ¿Cómo he podido no darme cuenta hasta ahora? Algunos niños tienen el difícil don de dejar helados a los adultos. Nada en su comportamiento corresponde a lo que se espera de su edad. Son demasiado graves, demasiado serios, demasiado imperturbables y, al mismo tiempo, tremendamente afilados. Sí, afilados. Al mirar a Paloma con más atención, discierno una afilada agudeza, una sagacidad helada que si interpreté como reserva, me digo, fue sólo porque me
resultaba imposible imaginar que la trivial Colombe pudiera tener por hermana a una jueza de la Humanidad.
—Mi hermana Colombe me manda avisarla de que van a traer un sobre muy importante para ella —dice Paloma.
—Muy bien —contesto, velando por no dulcificar mi tono, como hacen los adultos cuando hablan a los niños, lo cual, a fin de cuentas, no es sino una marca de desprecio tan grande como la ropa de pobre que llevan los ricos.
—Pregunta si puede usted subírselo luego a casa —prosigue Paloma.
—Sí —le contesto.
—Vale —añade Paloma.
Y se queda ahí.
Es muy interesante.
Se queda ahí mirándome tranquilamente, sin moverse, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo y la boca un poco entreabierta. Tiene unas trenzas raquíticas, gafas de montura rosa y unos enormes ojos
claros. —¿Quieres tomar un chocolate?
—le pregunto, porque no se me ocurre otra cosa.
Ella asiente con la cabeza, igual de imperturbable que antes.
—Entra —le digo—, justamente me estaba tomando un té.
Y dejo abierta la puerta de la portería, para atajar toda imputación de rapto.
—Yo también prefiero té, si no le molesta —me dice.
—No, claro que no —respondo, algo sorprendida, observando mentalmente que empiezan a acumularse ciertos datos: jueza de la Humanidad, bonita manera de expresarse, reclama té. Se sienta en una silla y columpia los pies en el aire mirándome mientras le sirvo una taza de té de jazmín. Se la dejo delante y me siento ante la mía.
—Todos los días me las apaño para que mi hermana me tome por una retrasada mental —me declara tras un largo sorbo de especialista—. Mi hermana, que pasa noches enteras con sus amigos fumando, bebiendo y hablando como los jóvenes de los suburbios porque piensa que su
inteligencia no se puede poner en duda. Lo cual le va que ni pintado a la moda SDF [clochard].
—Estoy aquí como mensajera porque es una cobarde y una miedica — prosigue Paloma sin dejar de mirarme fijamente con sus grandes ojos límpidos. —Bueno, al menos esto nos habrá proporcionado la ocasión de conocernos —comento educadamente. —¿Puedo volver alguna vez? —pregunta, y hay como una súplica en su voz.
—Claro, eres siempre bienvenida.
Pero temo que te puedas aburrir, no hay
mucho que hacer aquí.
—Sólo querría estar tranquila —replica. —¿No puedes estar tranquila en tu habitación?
—No —dice—, no estoy tranquila si todo el mundo sabe dónde estoy. Antes, me escondía. Pero ahora ya han descubierto todos mis escondites.
—Pero ¿sabes?, a mí también me molestan continuamente. No sé si podrás pensar tranquila aquí.
—Me puedo quedar ahí. —Señala el sillón delante del televisor encendido, sin sonido—. La gente viene para verla a usted, nadie me molestará.
—Yo encantada de que vengas —le
digo—, pero antes tenemos que preguntarle a tu madre si le parece bien. Manuela, que empieza el trabajo a las ocho y media, asoma la cabeza por la puerta abierta. Se dispone a decirme algo cuando descubre a Paloma y su taza de té humeante.
—Pase, pase —le digo—, estábamos tomando algo mientras charlábamos un poco.
Manuela enarca una ceja, lo que
significa, al menos en portugués: ¿Qué
está haciendo ella aquí?
Yo me encojo imperceptiblemente de hombros. Manuela frunce los labios, perpleja. —¿Y bien? —me pregunta no
obstante, incapaz de esperar. —¿Vuelve
usted luego un momentito? —le digo, con una gran sonrisa.
—Ah —dice Manuela al ver mi sonrisa—, Muy bien, muy bien, sí, luego vuelvo, como siempre. Luego, mirando a Paloma:
—Bueno, pues luego vuelvo. Y, educadamente:
—Adiós, señorita.
—Adiós —contesta Paloma,
esbozando su primera sonrisa, una pobre
sonrisita sin fuerzas que me parte el corazón.
—Tienes que volver ya a casa —le digo—. Tu familia se va a preocupar. Se levanta y se dirige hacia la puerta arrastrando los pies.
—Es obvio —me dice—, que es usted muy inteligente.
Y como, desconcertada, no digo nada, añade:
—Ha encontrado el mejor escondite.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.