Bacon para el cocker
En mi edificio hay dos perros: la whippet de los Meurisse, que parece un
esqueleto recubierto por una costra de cuero beis, y el cocker rojizo de Diane Badoise, la hija del abogado ese tan pijo, una rubia anoréxíca que lleva impermeables de Burberrys. La whippet se llama Athéna y el cocker, Neptune.
Esto lo digo por si hasta ahora no os habíais dado cuenta de la clase de edificio en que vivo. Aquí nada de perros Rex ni Toby. Bueno, total que ayer, en el vestíbulo, se cruzaron los dos perros y tuve la ocasión de presenciar una coreografía muy interesante. No haré comentarios sobre los perros, que se olisquearon el trasero. No sé si a Neptune le huele mal el suyo, pero el caso es que Athéna se echó para atrás de
un salto mientras que él, por el contrario, parecía estar olisqueando un ramo de rosas en medio del cual hubiera un gran chuletón poco hecho.
Pero no, lo interesante en este asunto eran las dos humanas que sujetaban el otro extremo de las correas. Porque, en la ciudad, son los perros quienes llevan a los amos de paseo, aunque nadie parezca comprender que el hecho de haber querido cargar voluntariamente con un perro al que hay que sacar a
pasear dos veces al día, llueva, nieve o haga viento, equivale a pasarse uno mismo una correa por el cuello. Bueno, resumiendo, que Diane Badoise y Anne- Hélène Meurisse (mismo modelo de mujer con veinticinco años de intervalo) se cruzaron en el vestíbulo, sujeta cada
cual a su correa. ¡En esos casos, es siempre un lío de aquí te espero! Son las dos tan torpes como si llevaran aletas de buceo en los pies y en las manos, porque son incapaces de hacer lo único que sería eficaz en esa situación: reconocer lo que ocurre para poder evitarlo. Pero como hacen como si sacaran a pasear a un par de peluches distinguidos sin ninguna pulsión fuera de lugar, no
pueden gritarles a los perros que dejen de olisquearse el culo o de lamerse las pelotas.
He aquí pues lo que ocurrió: Diane Badoise salió del ascensor con Neptune, y Anne-Hélène Meurisse esperaba justo delante con Athéna. Por así decirlo, echaron a los perros uno contra el otro y,
por descontado, no podía ser de otra manera, Neptune se puso como loco. Salir tan tranquilito del ascensor y
encontrarse con el hocico en el trasero de Athéna no es algo que ocurra todos los días. Hace la tira de tiempo que Colombe nos da la tabarra con el kairos, un concepto griego que significa más o menos el «momento propicio», eso que
según ella Napoleón sabía aprovechar, pues por supuesto mi hermana es experta en estrategia militar. Bueno, pues eso, que el kairos es la intuición del momento, vaya. Pues dejadme que os diga que Neptune el suyo lo tenía justo
delante del hocico y no se anduvo por las ramas, no, qué va, se puso en plan húsar a la antigua: se montó encima.
«¡Oh, Dios mío!», exclamó Anne-Hélène como si fuera ella misma la víctima del ultraje. «¡Oh, no!», protestó a su vez
Diane Badoise, como si toda la
vergüenza recayera sobre ella, cuando me apuesto una chocolatina Michoko a que ni se le hubiera pasado por la cabeza subirse sobre el trasero de
Athéna. Y entonces se pusieron las dos a la a tirar de sus perros por medio de las correas, pero hubo un problema y eso fue lo que dio lugar a un movimiento interesante.
El caso es que Diane debería haber tirado hacia arriba y la otra, hacia abajo, lo cual habría separado a los perros,
pero, en lugar de eso, tiraron cada una de un lado, y como el espacio que hay delante del hueco del ascensor es reducido, muy pronto se toparon con un
obstáculo: una chocó contra la reja del ascensor y, la otra, contra la pared de la
izquierda; gracias a eso, Neptune, al que la primera tracción había desestabilízado, pudo recuperar algo de impulso y se arrimó con más ímpetu aún
si cabe a Athéna, que ponía ojos de susto, chillando como una loca.
En ese momento, las humanas
cambiaron de estrategia, tratando de arrastrar a sus perros hacia espacios más amplios para poder repetir la
maniobra con mayor comodidad. Pero la cosa urgía: todo el mundo sabe que llega un momento en que no se puede despegar a dos perros de ninguna manera. Pusieron pues ambas el turbo
gritando a la vez «ay Dios, ay Dios, ay Dios» y tirando de las correas como si de ello dependiera su virtud. Pero, en su precipitación, Diane Badoise resbaló ligeramente y se torció el tobillo. Y he aquí el movimiento interesante: el
tobillo se le torció hacia fuera y, al mismo tiempo, todo su cuerpo se movió en esa misma dirección, salvo su cola de
caballo que describió la trayectoria inversa.
Os aseguro que fue impresionante: parecía un cuadro de Bacon. Hace siglos
que en el cuarto de baño de mis padres hay un cuadro de Bacon enmarcado en el que sale una persona en el cuarto de baño, justamente, pero a lo Bacon, o
sea, en plan torturado y no muy
atractivo. Siempre pensé que debía de tener cierto efecto sobre la serenidad de los actos pero bueno, aquí en casa todo
el mundo disfruta de su propio cuarto de baño, así que nunca me he quejado. Pero cuando Diane Badoise se desarticuló
por completo al torcerse el tobillo, formando con las rodillas, los brazos y la cabeza unos ángulos extraños, todo ello coronado por la cola de caballo, dispuesta en horizontal sobre el resto,
enseguida pensé en el cuadro de Bacon. Durante un brevísimo instante, pareció una marioneta desarticulada, se oyó un gran crac corporal y, durante varias
milésimas de segundo (porque todo ocurrió muy deprisa pero, como ahora presto atención a los movimientos del cuerpo, lo vi como a cámara lenta), Diane Badoise se asemejó a un personaje de Bacon. De ahí a que yo me diga que ese chisme lleva todos estos años en el cuarto de baño de mis padres sólo para que yo pudiera apreciar bien
ese movimiento extraño, no hay más que un paso.
Después Diane se cayó sobre los perros y con ello resolvió el problema, pues Athéna, al aplastarse contra el suelo, se zafó de Neptune. A ello siguió
una coreografía complicada, porque Anne-Hélène quería ayudar a Diane a la vez que pugnaba por mantener a su perra
a distancia del lúbrico monstruo, y Neptune, del todo indiferente a los gritos y al dolor de su ama, seguía tirando de la correa en dirección al chuletón con aroma de rosas. Pero en ese preciso instante la señora Michel salió de la
portería, y yo cogí la correa de Neptune y lo alejé de allí.
Qué chasco se llevó el pobre. De repente se sentó y se puso a lamerse sus partes haciendo mucho ruido, lo cual no hizo sino agravar la desesperación de la pobre Diane. La señora Michel llamó a una ambulancia porque su tobillo empezaba a parecer una sandía y llevó a Neptune de vuelta a casa de sus amos,
mientras Anne-Hélène se quedaba con Diane. En cuanto a mí, volví a mi casa preguntándome: y bien, por un Bacon al natural, ¿vale la pena seguir viviendo?
Decidí que no: porque no sólo Neptune no consiguió su golosina sino que, además, se quedó sin paseo.
ESTÁS LEYENDO
La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.