4 Ruptura y continuidad

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   Dos motivos, ligados también a las películas de Ozu.
   El primero reside en las puertas correderas en sí. Ya desde la primera película, El sabor del arroz con té verde, me fascinó el espacio de vida japonés y esas puertas correderas que,
deslizándose suavemente sobre sus invisibles raíles, rehusan hender el espacio. Pues, cuando abrimos una puerta, transformamos los lugares de manera bien mezquina. Coartamos su
plena extensión e introducimos en ellos una brecha imprudente a fuerza de malas
proporciones. Pensándolo bien, no hay
nada más feo que una puerta abierta. En la habitación en la que está, introduce una suerte de rotura, como un parásito marginal que rompe la unidad del espacio. En la habitación contigua, engendra una depresión, una grieta
abierta y estúpida, perdida en un trozo de pared que hubiese preferido permanecer entero. En ambos casos, perturba el espacio sin más contrapartida que la licencia de circular,
la cual puede sin embargo garantizarse
mediante otros procedimientos. La puerta corredera, por el contrario, evita los escollos y magnifica el espacio. Sin modificar su equilibrio, permite su metamorfosis. Cuando se abre, dos lugares se comunican entre sí sin
ofenderse mutuamente. Cuando se cierra,
devuelve a cada uno su integridad. La puesta en común y la reunión se realizan sin intrusión. La vida es en los espacios japoneses un tranquilo paseo, mientras que en los nuestros se asemeja a una larga serie de fracturas.
   —Es verdad —le digo a Manuela—, es más práctico y menos brutal.
   El segundo motivo viene de una asociación de ideas que, de las puertas correderas, me ha llevado a los pies de las mujeres. En las películas de Ozu son innumerables los planos en los que el actor abre la puerta, entra en el hogar y se descalza. Las mujeres sobre todo
muestran en el encadenamiento de estas
acciones un talento singular. Entran, deslizan la puerta a lo largo de la pared, efectúan dos rápidos pasitos que las llevan al pie del espacio sobreelevado en que consisten las habitaciones, se quitan sin inclinarse unos zapatos sin cordones y, en un movimiento de piernas fluido y grácil, giran sobre sí mismas
una vez escalada la plataforma que abordan de espaldas. Las faldas se ahuecan ligeramente, la flexión de rodillas, requerida para la ascensión, es enérgica y precisa, el cuerpo acompaña sin esfuerzo este semicírculo de los pies, que prosigue con un paso
curiosamente quebrado, como si los tobillos estuvieran trabados por ligaduras. Pero, mientras que por lo general los gestos trabados evocan una suerte de coacción, esos pasitos
animados de una incomprensible sacudida confieren a los pies de las mujeres su categoría de obra de arte. Cuando caminamos, nosotros
occidentales, porque nuestra cultura así
lo quiere, tratamos de restituir, en la
continuidad de un movimiento que concebimos sin sacudidas, lo que creemos ser la esencia misma de la vida: la eficacia sin obstáculo, la acción fluida que, en la ausencia de ruptura, figura el impulso vital mediante el cual todo se realiza. Aquí, nuestra norma es
el guepardo en acción; todos sus gestos
se funden armoniosamente, no se puede
distinguir uno del que lo sigue, y la carrera del gran felino se nos antoja un único y largo movimiento que simboliza la perfección profunda de la vida.
   Pero cuando las mujeres japonesas quiebran con sus pasos entrecortados el poderoso despliegue del movimiento natural, aun cuando tendríamos que experimentar el tormento que se apodera del alma al asistir al espectáculo de la naturaleza ultrajada, se produce al contrario en nosotros un extraño gozo, como si la ruptura produjera el éxtasis, y
el grano de arena, la belleza. En esta ofensa perpetrada contra el ritmo sagrado de la vida, en este andar contrariado, en la excelencia nacida de la traba, tenemos un paradigma del Arte.
   Entonces, propulsado fuera de la naturaleza que lo querría continuo, haciéndose por su discontinuidad misma a la vez renegado y notable, el movimiento alcanza la categoría de
creación estética.
   Pues el Arte es la vida, pero con otro ritmo.


                        Idea profunda n° 10



   La gramática
   estrato de conciencia
   que lleva a la belleza.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora