Justo delante de la puerta, atrapado
en un rayo de luz, hay un cuadro.
He aquí la situación: yo, Renée,
cincuenta y cuatro años y callos en los
pies, nacida en el fango y destinada a
permanecer en él, al ir a cenar a casa de
un rico japonés del cual soy portera, por
el único error de haber dado un respingo
ante una cita de Ana Karenina, yo,
Renée, intimidada y asustada hasta el
tuétano y consciente hasta el desfallecimiento de la inconveniencia y
el carácter blasfemo de mi presencia en
este lugar que, si bien espacialmente
accesible, no por ello representa menos
un mundo al que no pertenezco y que
desconfía de las porteras, yo, Renée,
dirijo como sin querer la mirada justo
detrás del señor Ozu sobre ese rayo de
luz que ilumina un cuadrito con un marco de madera oscura.
Sólo el esplendor del Arte puede
explicar el desvanecimiento repentino
de la conciencia de mi indignidad, a la
que sustituye un síncope estético. Ya no
me conozco a mí misma. Rodeo al señor
Ozu, atrapada por la visión.
Es una naturaleza muerta que representa una mesa servida para una
colación de ostras y pan. En primer plano, sobre una fuentecita de plata, un
limón despojado a medias de su cascara
y un cuchillo de mango cincelado. En el
trasfondo, dos ostras cerradas, un
fragmento de concha, de nácar visible, y
un plato de estaño que sin duda contiene pimienta. Junto a éstos, un vaso dado la
vuelta, un panecillo empezado con su
miga blanca a la vista y, a la izquierda,
un gran vaso abombado como una cúpula invertida, de pie ancho y
cilindrico adornado con esferas de cristal, lleno a medias de un líquido
pálido y dorado. La gama cromática va
del amarillo al marfil. El fondo es de oro mate, un poco deslucido.
Soy ferviente adoradora de las
naturalezas muertas. He tomado
prestados de la biblioteca todas las
obras del fondo pictórico, buscando
obras de este género. He visitado el museo del Louvre, de Orsay y el de Arte
Moderno, y he visto —revelación y
maravilla—la exposición de Chardin de
1979 en el Petit Palais. Pero ni la obra
entera de Chardin vale una sola obra
maestra de la pintura holandesa del siglo XVII. Las naturalezas muertas de Pieter
Claesz, de Willem Claesz-Heda, de
Willem Kalk y de Osias Beert son obras
maestras del género, y obras maestras a
secas, a cambio de las cuales, sin una
sombra de vacilación, daría todo el
Quattrocento italiano.
Y ésta, sin vacilación tampoco, es
indudablemente una obra de Pieter
Claesz.
—Es una copia —dice detrás de mí un señor Ozu del que me había olvidado
por completo.
Otra vez tiene este hombre que
sobresaltarme.
Me sobresalto.
Recuperándome, me dispongo a decir algo del estilo de:
—Es muy bonito —que es al Arte como paliar a a la belleza de la lengua.
Me dispongo, en el dominio recobrado de mi serenidad, a retomar mi papel de guardesa obtusa prosiguiendo con un:
—Hay que ver las cosas que hacen hoy en día (en respuesta a: «es una copia»).
Y me dispongo asimismo a propinar
el golpe fatal, aquel que dejará fuera de
combate los recelos del señor Ozu y que
asentará para siempre la evidencia de
mi indignidad:
—Mire que son raros esos vasos. Me doy la vuelta.
Las palabras: —¿Una copia de qué?
—que de pronto decida las más
apropiadas se me traban en la garganta,
En lugar de eso, digo:
—Qué hermoso.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.