7 Hecha un pimpollo

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   —Guau, caray... —dice Manuela.
Una onomatopeya y una expresión
tan coloquial en boca de Manuela, a la
que nunca he oído pronunciar una
palabra trivial, viene a ser como si el
Papa, olvidando quién es, espetara a los
cardenales: Pero ¿dónde estará esta
cochina mitra?
   —No se burle —le digo. — ¿Burlarme? —contesta—. Pero ¡Renée, si está usted fantástica!
   Y, de la emoción, tiene que sentarse.—Una verdadera señora —añade. Eso es exactamente lo que me preocupa.
   —Voy a parecer ridicula si me presento a cenar así, hecha un pimpollo—digo, mientras preparo el té.
   —En absoluto —replica Manuela—, es lo más natural, cuando uno va a cenar
fuera se pone elegante. A todo el mundo
le parece normal.
   —Sí, pero esto —digo, llevándome la mano a la cabeza y experimentando la misma sorpresa al palpar algo tan
vaporoso.
   —Después se ha puesto algo en la cabeza, lo tiene todo aplastado por detrás —dice Manuela, frunciendo el
ceño a la vez que extrae de su cesta un
hatillo de papel de seda rojo.
    —Pedos de monja —anuncia. Sí,
pasemos a otra cosa. —¿Qué ha ocurrido? —le pregunto. —¡Ah, tendría
que haberlo visto! —suspira—. He pensado que le iba a dar un ataque al
corazón. Le he dicho: «Señora Pallières,
lo siento pero ya no voy a poder venir
más.» Me ha mirado sin comprender.
¡He tenido que repetírselo dos veces! Entonces se ha sentado y me ha dicho:
«Pero ¿qué voy a hacer yo?»
   Manuela calla un momento,
contrariada.
   —Si todavía hubiera dicho: «Pero
¿qué voy a hacer yo sin usted?» Suerte
tiene que quiera dejar colocada a Rosie.
Si no, le habría dicho: «Señora
Pallières, puede hacer lo que quiera, a
mí me importa una m...»
   Tiene guasa, oye, la mitra de los cojones, dice el Papa.
   Rosie es una de las muchas sobrinas de Manuela. Sé lo que quiere decir. Manuela ya está pensando en volver a su pueblo, pero un filón tan jugoso como el
número 7 de la calle Grenelle tiene que
quedar en familia, por ello introduce a
Rosie en su lugar en previsión del gran
día. Dios mío, pero ¿qué voy a hacer yo
sin Manuela? —¿Qué voy a hacer yo sin
usted? —le digo, sonriendo.
   De pronto a las dos se nos saltan las
lágrimas. —¿Sabe lo que creo? — pregunta Manuela, secándose los ojos
con un enorme pañuelo rojo que parece
un capote de torero—. He dejado a la
señora Pallières, es una señal. Se van a
producir cambios buenos. —¿Le ha
preguntado la señora el motivo?
   —Eso es lo mejor —dice Manuela—. No se ha atrevido. La buena educación a veces puede ser un problema.
   —Pero se va a enterar enseguida —le digo. 
   —Sí —dice Manuela jubilosa, con un hilillo de voz—. Pero ¿sabe una cosa? —añade—. Dentro de un mes me dirá: «Su Rosie es una perla, Manuela. Ha hecho usted bien en pasarle el testigo.»
   Ah, estos ricos... ¡qué puñeteros son!
Fucking mitre, exclama nervioso el
Papa.
   —Pase lo que pase —le digo—, somos amigas.
   Nos miramos sonriendo.
   —Sí —dice Manuela—. Pase lo que pase.

                 Idea profunda n° 12

   Esta vez una pregunta
   sobre el destino
   y sus escrituras precoces
   para algunos
   pero no para otros

   Tengo un problema bien gordo: si le prendo fuego a mi casa, corro el riesgo
de estropear la de Kakuro. Complicar la
existencia del único adulto que, hasta
ahora, me parece digno de estima no es
muy pertinente que digamos. Pero
prenderle fuego a la casa es sin embargo un proyecto importante para mí. Hoy he
conocido a alguien y ha sido apasionante. He ido a casa de Kakuro a
tomar el té. Estaba Paul, su secretario.
Kakuro nos ha invitado, a Marguerite y a mí, al cruzarse con nosotras y con mamá en el portal. Marguerite es mi mejor
amiga. Hace dos años que estamos en la
misma clase y, desde el principio, lo
nuestro fue un flechazo. No sé si tenéis
una mínima idea de lo que es un colegio
hoy en día en París, en los barrios
elegantes, pero, francamente, no tiene
nada que envidiarle a los barrios bajos
de Marsella. Quizá sea incluso peor,
porque allí donde hay dinero, hay droga, y mucha y de mil tipos. Qué gracia me
hacen los amigos de mi madre, tan
nostálgicos de su Mayo del 68, con sus
recuerdos alegres de porros y pipas
chechenas. En mi colegio (público, eso
sí, al fin y al cabo mi padre ha sido
ministro de la República) se puede
comprar de todo: ácido, éxtasis, coca,
speed, etc. Cuando pienso en los tiempos en que los adolescentes esnifaban pegamento en el cuarto de baño... No era nada comparado con lo de ahora. Mis compañeros de clase se colocan con pastillas de éxtasis como si fueran caramelos, y lo peor es que donde hay droga, hay sexo. No os extrañéis tanto: hoy en día los jóvenes tienen relaciones sexuales muy pronto. Hay niños de sexto (bueno, no muchos, pero sí algunos) que ya se han acostado. Es muy desalentador. Primero, porque yo creo que el sexo, como el amor, es algo sagrado. No me apellido de Broglie, pero si yo viviera más allá de la pubertad, sería para mí muy importante hacer del sexo un sacramento maravilloso. Segundo, porque un adolescente que juega a dárselas de adulto no deja de ser un adolescente. Imaginar que colocarse los fines de semana y andar acostándose con unos y con otros va a hacer de ti un adulto es como creer que un disfraz hace de ti unindio. Y tercero, no deja de ser una concepción de la vida un poco extraña querer hacerse adulto imitando los aspectos más catastróficos de la edad adulta... A mí, haber visto a mi madre
chutarse antidepresivos y somníferos me ha vacunado de por vida contra ese tipo
de sustancias. Al final, los adolescentes
creen hacerse adultos imitando como monos a los adultos que no han pasado
de ser niños y que huyen ante la vida. Es patético. Aunque bueno, si yo fuera
Cannelle Martin, la tía buena de mi clase, me pregunto qué haría todo el día aparte de drogarme. Ya tiene el destino escrito en la frente. Dentro de quince años, después de haberse casado con un tío rico sólo por casarse con un rico, su
marido le pondrá los cuernos porque
buscará en otras mujeres lo que su
perfecta, fría y fútil esposa habrá sido
del todo incapaz de darle, digamos algo
de calor humano y sexual. Ésta dirigirá
pues toda su energía hacia sus casas y
sus hijos, de los cuales, por venganza
inconsciente, hará clones de sí misma.
Maquillará y vestirá a sus hijas como
cortesanas de lujo, las echará en brazos
del primer financiero que pase y
encargará a sus hijos la misión de
conquistar el mundo, como su padre, y
de engañar a sus esposas con chicas que
no valen nada. ¿Pensáis que estoy
divagando? Cuando miro a Cannelle
Martin, su largo pelo rubio y vaporoso,
sus grandes ojos azules, sus minifaldas
escocesas, sus camisetas súper ceñidas
y su ombligo perfecto, os aseguro que lo
veo tan claro como si ya hubiera
ocurrido. Por ahora a todos los chicos
de la clase se les cae la baba por ella, y
Cannelle tiene la ilusión de que esos
homenajes de la pubertad masculina al
ideal de consumo femenino que ella
representa son un reconocimiento de su
encanto personal. ¿Os parece que soy
mala? En absoluto, de verdad sufro al
ver esto, sufro por ella, sí, por ella. Así
que, cuando vi a Marguerite por primera vez... Marguerite es de origen africano y
si se llama Marguerite, no es porque viva en la zona más elegante de París, sino porque es un nombre de flor. Su madre es francesa, y su padre, de origen nigeriano. Trabaja en el Quai d'Orsay,
pero no se parece en nada al típico
diplomático. Es un hombre sencillo.
Parece gustarle su trabajo. No es en
absoluto cínico.
   Y tiene una hija guapísima: Marguerite es la belleza en persona; una tez, una sonrisa y un cabello de ensueño. Y sonríe todo el rato. Cuando Achille Grand-Fernet (el gallito de la clase) le
cantó el primer día esa canción que habla de una mestiza de Ibiza que
siempre va desnuda, ella le contestó al
instante, con una sonrisa de oreja a
oreja, con otra canción que habla de un
niñato que le pregunta a su madre por
qué ha nacido tan feo. Eso es algo de
Marguerite que yo admiro: no es que sea una lumbrera en el terreno conceptual o
lógico, pero tiene una capacidad de
réplica increíble. Es un verdadero don,
sí. Yo soy intelectualmente superdotada,
y Marguerite es un hacha en el campo de soltar buenos cortes. Me encantaría ser
como ella; a mí la respuesta se me
ocurre siempre cinco minutos tarde y
tengo que repetir todo el diálogo en mi
cabeza. Cuando, la primera vez que vino a casa, Colombe le dijo: «Marguerite es
bonito, pero es un nombre de abuela»,
ella le respondió al momento: «Al menos no es un nombre de pájaro.» ¡Se quedó con la boca abierta, Colombe, fue
grandioso! Se debió de pasar horas
rumiando la sutileza de la respuesta de
Marguerite, diciéndose que era sin duda
pura casualidad, pero ¡vamos, que la
afectó! Lo mismo ocurrió cuando Jacinthe Rosen, la gran amiga de mamá,
le dijo: «No debe de ser fácil de peinar,
un pelo como el tuyo.» (Marguerite tiene una cabellera de león de la sabana). Ella
le contestó: «Yo no entender lo que
mujer blanca decir.»
   El tema de conversación favorito de
Marguerite y mío es el amor. ¿Qué es?
¿Cómo amaremos nosotras? ¿A quién?
¿Cuándo? ¿Por qué? Hay divergencia de
opiniones. Curiosamente, Marguerite
tiene una visión intelectual del amor,
mientras que yo soy una romántica empedernida.
   Ella ve en el amor el fruto de una
elección racional (en plan
www.nuestrosgustos.com), mientras que para mí nace de una pulsión deliciosa.
En cambio estamos de acuerdo en una
cosa: amar no debe ser un medio, sino
un fin.
   Nuestro otro tema de conversación
predilecto es la prospectiva en materia
de destino. Cannelle Martin:
abandonada y engañada por su marido,
casa a su hija con un financiero, anima a su hijo a engañar a su mujer y termina su vida en la periferia elegante de París, en una habitación de ocho mil euros al mes.
   Achille Grand-Fernet: se engancha a la
heroína, ingresa en una clínica de
desintoxicación a los veinte años, toma
los mandos de la empresa de bolsas de
plástico de su papá, se casa con una
rubia desteñida, engendra un hijo
esquizofrénico y una hija anoréxica, cae
en el alcoholismo y muere de cáncer de
hígado a los cuarenta y cinco años. Etc.
Si queréis saber mi opinión, lo peor no
es que juguemos a este juego, sino que
no sea un juego.
   Bueno, el caso es que al cruzarse en
el portal con Marguerite, mamá y
conmigo, Kakuro ha dicho: «Esta tarde
viene a visitarme mi sobrina nieta, ¿queréis venir vosotras también?»
Mamá le ha contestado: «Sí, sí, claro»,
antes siquiera de que nos diera tiempo a respirar, pues sentía que se acercaba la
hora de que ella misma pudiera echarle
una ojeadita al piso de Kakuro. Así que
allá hemos ido. La sobrina nieta de
Kakuro se llama Yoko, es la hija de su
sobrina Élise, que a su vez es la hija de
su hermana Mariko. Tiene cinco años.
¡Es la niña más linda del mundo! Y
además es adorable. Gorjea, se ríe,
suelta grititos y mira a la gente con el
mismo aire bueno y abierto que su tío
abuelo. Hemos jugado al escondite, y
cuando Marguerite la ha encontrado en
un armario de la cocina, a la niña le ha
entrado tanta risa que se ha hecho pipí.
Después hemos tomado tarta de
chocolate charlando con Kakuro, y ella
nos escuchaba mirándonos muy calladita con sus ojazos (llena de chocolate hasta
las cejas).
   Mirándola, me he preguntado: «¿Ella
también será luego como todos los
demás?» He tratado de imaginármela
con diez años más, en plan de vuelta de
todo, con botas altas y un cigarro en los
labios; y luego otros diez años más
tarde, en una casa aséptica, esperando a
que volvieran sus hijos del colegio,
jugando a ser una buena madre y una
buena esposa japonesa. Pero no podía.
   Entonces he experimentado un gran
sentimiento de felicidad. Es la primera
vez en mi vida que conozco a alguien
cuyo destino no me resulta previsible,
alguien para quien los caminos de la
vida siguen abiertos, alguien lleno de
frescura y de posibilidades. Me he
dicho: «Ah, sí, a Yoko tengo ganas de
verla crecer» y sabía que no se trataba
sólo de una ilusión ligada a su juventud,
porque ninguno de los hijos de los
amigos de mis padres me ha hecho sentir así. También me he dicho que Kakuro
debía de ser de esta manera cuando era
niño y me he preguntado si entonces alguien lo miró como yo miraba ahora a
Yoko, con gusto y curiosidad, esperando
ver a la mariposa salir de su crisálida,
ignorante de cuáles serían los dibujos de sus alas, pero confiando en que serían
buenos, fueran cuales fueran.
   Entonces me hice una pregunta: ¿Por
qué? ¿Por qué éstos y no los otros?
   Y otra más: ¿Y yo? ¿Se ve ya mi
destino escrito en mi frente? Si quiero
morir es porque creo que sí.
   Pero si en nuestro universo existe la
posibilidad de convertirse en lo que uno
no es todavía... ¿sabré aprovecharla y
hacer de mi vida un jardín distinto al de
mis ancestros?

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora