16 El spleen de Constitución

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   Ese alguien que ha llamado resulta
ser la esplendorosa Olimpia Saint-Nice,
la hija del diplomático del tercero. Me
cae bien Olimpia Saint-Nice. Encuentro
que hace falta un carácter considerable
para sobrevivir a un nombre tan ridículo, sobre todo cuando se sabe que condena a la infeliz a desternillantes «Eh, Olimpia, ¿puedo subirme a tu monte?» a lo largo de una adolescencia que se antoja interminable. Por
añadidura, Olimpia Saint-Nice no parece desear convertirse en aquello que su cuna le ofrece. No aspira ni al matrimonio desahogado, ni a los pasillos del poder, ni a la diplomacia y menos aún al divismo. Olimpia Saint-Nice quiere ser veterinaria.
   —En provincias —me confió un día
que hablábamos de gatos ante mi puerta
—. En París sólo hay animalitos pequeños. Yo también quiero vacas y cerdos.
   Olimpia tampoco actúa de cara a la galería, como ciertos residentes de la finca, no trata conmigo para que se vea que charla con la portera porque es una «niña bien educada, de izquierdas y sin prejuicios». Olimpia me habla porque tengo un gato, lo cual nos integra a ambas en la misma comunidad de
intereses, y yo aprecio en su justo valor esta capacidad suya de obviar las barreras que la sociedad yergue sin tregua en nuestros ridículos caminos.
   —Tengo que contarle lo que le ha pasado a Constitución —me dice cuando le abro la puerta.
   —Pero pase, pase —le digo—, ¿o es que tiene prisa? Al menos podrá quedarse un momentito...
   No sólo puede quedarse un momentito, sino que está tan feliz de encontrar a alguien con quien hablar de gatos y de las pequeñas miserias de los gatos que se queda una hora entera en la que se toma cinco tazas de té seguidas.
   Sí, me cae muy bien Olimpia Saint-Nice. Constitución es una encantadora gatita color caramelo, con el hociquito rosa bombón, bigotes blancos y almohadillas lila, cuyos dueños son los Josse y, como todos los animales de pelo del palacete, se ve sometida a los cuidados de Olimpia al menor achaque.
   Pues bien, esta cosita inútil pero apasionante, de tres años de edad, no hace mucho se pasó toda la noche maullando, arruinando así el sueño de sus amos. —¿Y eso por qué? —pregunto en el momento adecuado, porque estamos enfrascadas en la complicidad de un relato en el que cada una quiere interpretar su papel a la perfección. —
¡Por una cistitis! —exclama Olimpia—.
¡Una cistitis!
   Olimpia sólo tiene diecinueve años
y aguarda loca de impaciencia el momento de ingresar en la Facultad de Veterinaria. Mientras tanto, trabaja como una descosida y se duele a la vez que goza con los males que afligen a la fauna del edificio, la única sobre la que puede dirigir sus experimentos.
   Por ello me anuncia el diagnóstico de cistitis de Constitución como si hubiera descubierto un filón de diamantes. —¡Una cistitis! —exclamo a mi vez con entusiasmo.
   —Sí, una cistitis —repite ella en voz baja, con los ojos brillantes—. Pobre animalito, se iba haciendo pipí por todos los rincones y... —Olimpia recupera el aliento para soltar lo mejor —:... ¡su orina era levemente hemorrágica!
   Dios mío, qué deleite. Si hubiera dicho: tenía sangre en el pis, el asunto se habría despachado visto y no visto. Pero Olimpia, vistiendo con emoción la bata de doctor de los gatos, se ha adornado a la vez de la terminología que les es propia. Siempre me ha causado un gran placer oír hablar así.
   «Su orina era levemente hemorrágica» es para mí una frase recreativa, eufónica y que evoca un mundo singular que distrae de la
literatura. Por esta misma razón me gusta
leer los prospectos de las medicinas, por la tregua que nace de esta precisión en el término técnico, que proporciona la ilusión del rigor y el estremecimiento de la sencillez, y convoca una dimensión espacio-temporal de la que están ausentes la tensión en pos de lo bello, el sufrimiento creador y la aspiración sin fin y sin esperanza a horizontes sublimes.
   —Hay dos etiologías posibles para la cistitis —prosigue Olimpia—. O bien un germen infeccioso, o bien una disfunción renal. Primero le palpé la vejiga, para comprobar que no estuviera en globo. —¿En globo? —pregunto, extrañada.
   —Cuando hay disfunción renal y el gato no puede orinar, su vejiga se llena y forma una suerte de «globo vesical» que puede notarse palpando el abdomen — explica Olimpia—. Pero no era el caso. Y no parecía que sintiera dolor cuando la auscultaba. Pero seguía haciéndose pipí por todas partes.
   Pienso fugazmente en el salón de Solange Josse transformado en urinario gigante tendencia ketchup. Pero para Olimpia sólo son daños colaterales.
   —Entonces Solange le ha hecho un análisis de orina. Pero resulta que Constitución no tiene nada. Ni cálculo renal, ni germen insidioso escondido en su vejiguita del tamaño de un guisante, ni agente bacteriológico infiltrado. Sin embargo, pese a los antiinflamatorios, los antiespasmódicos y los antibióticos, Constitución se obstina.
   —Pero ¿qué es lo que tiene entonces? —pregunto.
   —No se lo va a creer —me dice Olimpia—. Tiene una cistitis idiopática intersticial.
   —Dios mío, ¿y eso qué es? — pregunto, cayéndoseme la baba de deleite.
   —Pues bien, es como decir que Constitución es una histérica de tomo y
lomo —responde Olimpia, eufórica—.
Intersticial significa que concierne a la
inflamación de la pared vesical, e idiopática, que no tiene causa médica asignada. Vamos, que cuando se estresa, tiene cistitis inflamatoria. Exactamente como les ocurre a las mujeres.
   —Pero ¿por qué se estresa? —me pregunto en voz alta, porque si Constitución tiene motivos para estresarse, cuando su vida cotidiana de holgazana decorativa sólo se ve
perturbada por benévolos experimentos
veterinarios que consisten en palparle la
vejiga, el resto del género animal está
abocado a sufrir ataques de pánico.
   —La veterinaria ha dicho: sólo la
gata lo sabe.
   Y Olimpia esboza una mueca de
contrariedad.
   —Hace poco, Paul (Josse) le dijo que estaba gorda. Quizá fuera por eso, no se sabe. Puede ser por cualquier cosa. —¿Y eso cómo se cura?
   —Como con los humanos —se ríe Olimpia—. Se administra Prozac. —¿En serio? —pregunto.
   —En serio —me contesta.
   Lo que yo decía. Animales somos, animales seguiremos siendo. Que una gata de ricos sufra los mismos males que afligen a las mujeres civilizadas no debe incitarnos a poner el grito en el cielo por pensar que se esté maltratando a los felinos o que el hombre esté contaminando una inocente raza doméstica; al contrario, no hace sino
indicar la profunda solidaridad que teje
los destinos animales. De los mismos
apetitos vivimos, de los mismos males
sufrimos.
   —Sea como fuere —me dice Olimpia—, esto me dará que pensar cuando cuide de animales que no conozco.
   Se levanta y se despide amablemente.
   —Muchas gracias, señora Michel, sólo con usted puedo hablar de estas cosas.
   —De nada, Olimpia, ha sido un placer.
   Y ya me dispongo a cerrar la puerta cuando añade:
   —Ah, ¿y sabe una cosa? Anna Arthens va a vender su piso. Espero que los nuevos propietarios también tengan gatos.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora