12 Una oleada de esperanza

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   Qué cómodo es reprocharles a los
fenomenólogos su autismo sin gato; yo
he dedicado mi vida a la búsqueda de lo
intemporal.
   Pero quien persigue eternidad recoge soledad.
   —Sí —dice, cogiendo mi bolso—, estoy de acuerdo con usted. Es una de las más sobrias y sin embargo es de una
gran armonía.
   La casa del señor Ozu es muy grande
y muy bonita. Los relatos de Manuela me habían preparado para un interior
japonés pero, aunque hay puertas
correderas, bonsáis, una gruesa
alfombra negra orlada de gris y objetos
de procedencia asiática —una mesa baja de madera lacada y oscura o, a lo largo
de una impresionante sucesión de
ventanas, estores de bambú que, bajadosa alturas diversas, le dan a la habitación una atmósfera de país del sol naciente—, también hay un sofá y varios sillones, consolas, lámparas y bibliotecas de factura europea. Es muy... elegante. Y como bien habían observado Manuela y Jacinthe Rosen, no hay nada redundante. Tampoco es un interior despojado y vacío, como me lo había imaginado yo transponiendo los de las películas de Ozu en un nivel más lujoso pero sensiblemente idéntico en la sobriedad característica de esta extraña civilización.
   —Venga conmigo —me dice el señor Ozu—, no nos vamos a quedar aquí, es demasiado ceremonioso. Vamos a cenar en la cocina. De hecho, cocino yo.
   Caigo entonces en la cuenta de que lleva un delantal verde manzana sobre
un jersey de cuello redondo color castaño y un pantalón de lona beis. Calza unas chinelas de cuero negro.
   Lo sigo trotando hasta la cocina. Cielos. En un marco como ése no me importaría a mí cocinar todos los días, incluso para León. Ahí nada puede ser corriente, y hasta abrir una caja de Miauuu debe de antojarse delicioso.
   —Estoy muy orgulloso de mi cocina—dice el señor Ozu con sencillez.
   —Ya puede estarlo —le contesto, sin sombra de sarcasmo.
   Todo es en blanco y madera clara, con largas encimeras y grandes aparadores llenos de fuentes y cuencos de porcelana azul, negra y blanca. En el centro, el horno, las placas de cocina, un fregadero con tres pilas y un espacio con barra de bar, a uno de cuyos acogedores
taburetes me encaramo, frente al señor
Ozu, que se atarea en los fogones. Ha
colocado delante de mí una botellita de
sake caliente y dos preciosos vasitos de
porcelana azul agrietada.
   —No sé si conoce la cocina japonesa —me dice.
   —No muy bien —le contesto. Me invade entonces una oleada de esperanza. En efecto, habrán observado que, hasta el momento, no hemos intercambiando más de veinte palabras pero me hallo ante un señor Ozu que cocina ataviado con un delantal verde manzana, como si lo conociera de toda la vida, después de un episodio holandés e hipnótico sobre el que nadie ha glosado y que ya ha pasado al capítulo de las cosas olvidadas.
   Perfectamente la velada podría no
ser más que una iniciación a la cocina
asiática. A paseo Tolstoi y todos los
recelos: el señor Ozu, nuevo residente
poco al corriente de las jerarquías, invita a su portera a una cena exótica.
Conversan sobre sashimi y tallarines
con salsa de soja. ¿Puede haber circunstancia más anodina?
   Y entonces se produce la catástrofe.

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