Camelias

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Una aristócrata

Los martes y los jueves, Manuela, mi única amiga, toma el té conmigo en mi casa. Manuela es una mujer sencilla a la que veinte años malgastados en limpiar el polvo en casas ajenas no han despojado de su elegancia. Limpiar el polvo es además un eufemismo de lo más púdico. Pero, en casa de los ricos, las cosas no se llaman por su nombre.
-Vacío papeleras llenas de
compresas -me dice con su acento
dulce y sibilante-, recojo la vomitona del perro, limpio la jaula de los pájaros -quién diría que unos animalitos tan pequeños puedan hacer tanta caca-y saco brillo a las tazas de los váteres. Así que, ¿el polvo?, ¡vamos, hombre, eso es lo de menos!
Hay que tener en cuenta que cuando baja a la portería a las dos de la tarde, los martes desde la casa de los Arthens, los jueves desde la casa de los de
Broglie, Manuela ha limpiado
minuciosamente con bastoncillos de algodón, hasta dejarlos impolutos, unos retretes de postín cubiertos de pan de oro que, no obstante, son tan sucios y apestosos como todos los meaderos y cagaderos del mundo, porque si hay una cosa que los ricos comparten a su pesar con los pobres es unos intestinos
nauseabundos que siempre acaban por zafarse en algún sitio de lo que los hace tan apestosos.
Por ello Manuela merece nuestras reverencias y nuestros aplausos. Pese a sacrificarse en el altar de un mundo en el que las tareas ingratas están
reservadas para algunas, mientras otras se tapan la nariz sin mover un dedo, ella no renuncia por ello a una inclinación al
refinamiento que supera con creces todo revestimiento de pan de oro, por muy sanitario que sea.
-Para comer nueces hay que poner debajo un mantel -dice Manuela, que saca de su vieja cesta una cajita de madera clara de cuya tapa se escapan volutas de papel de seda color carmín.
A buen recaudo en su estuchito nos aguardan unas tejas con almendras. Preparo un café que no tomaremos pero cuyos efluvios ambas adoramos, y bebemos a sorbitos una taza de té verde
para acompañar las tejas, que comemos a mordisquitos para saborearlas.
De la misma manera que yo soy para mi arquetipo una traición permanente, Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro, nacida bajo una higuera tras
siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado, madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta y todo abolengo.
¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes.
Vulgaridad de una familia política que, los domingos, combate a golpe de risotadas el dolor de haber nacido débil
y sin porvenir; vulgaridad de un
vecindario marcado por la misma pálida desolación que los neones de la fábrica a la que van los hombres cada mañana como si bajaran al infierno; vulgaridad
de las señoras cuya vileza no podría enmascarar ni todo el dinero del mundo, y que se dirigen a ella como a un perro
tinoso. Pero hay que haber visto a Manuela ofrecerme como a una reina los frutos de sus elaboraciones reposteras
para captar toda la gracia que habita en esta mujer. Sí, como a una reina. Cuando hace su aparición Manuela, mi portería
se transforma en palacio, y nuestras meriendas de parias, en festines de monarcas. De la misma manera que el contador de historias transforma la vida
en un río de resplandecientes reflejos en el que se anegan la pena y el tedio, Manuela metamorfosea nuestra existencia en una epopeya cálida y jubilosa.
-El niño de los Pallières me ha saludado en la escalera -dice de pronto, quebrando el silencio.
Yo le contesto con un gruñido
despectivo.
-Lee a Marx -digo, encogiéndome de hombros. -¿Marx? -repite, pronunciando la «x» como una «che», una «che» un poco mojada que tiene el encanto de los cielos límpidos.
-El padre del comunismo -le
contesto.
Manuela emite un sonido de desdén. -La política -me dice-. Un juguete de niñatos ricos, y no se lo prestan a nadie.
Reflexiona un momento, con el ceño fruncido.
-No es el tipo de libro que suele leer -comenta.
Las revistas que los jóvenes
esconden debajo del colchón no escapan a la sagacidad de Manuela, y el niño de los Pallières parecía antes enfrascado en un consumo aplicado aunque selectivo de las mismas, como de ello daba fe el desgaste de una página de título más que
explícito: «Las marquesas picantonas».
Nos reímos y charlamos un rato más de esto y lo otro, en el sosiego apacible de las viejas amistades. Esos momentos son para mí muy valiosos, y se me encoge el corazón cuando pienso en el
día en que Manuela cumplirá su sueño y volverá para siempre a su pueblo, dejándome aquí, sola y decrépita, sin compañera que haga de mí, dos veces por semana, una reina clandestina. Me pregunto también con aprensión qué
ocurrirá cuando la única amiga que he tenido nunca, la única que todo lo sabe sin haber preguntado jamás nada, dejando tras de sí una mujer desconocida por todos, la sepulte con ese abandono bajo un sudario de olvido.
Se oyen unos pasos en el portal, y luego distinguimos con nitidez el sonido sibilino de la mano del hombre sobre el botón de llamada del ascensor, un viejo
aparato de reja negra y puertas que se cierran solas, acolchado y forrado de madera que, de haber habido más espacio, antaño habría ocupado un ascensorista con librea. Reconozco ese paso; es el de Pierre Arthens, el crítico
gastronómico del cuarto, un oligarca de la peor especie que, por como entorna los párpados cuando permanece de pie ante el umbral de mi portería, debe de
pensar que en cueva oscura, pese a que lo que acierta a entrever le informe del contrario.
Pues bien, me he leído esas famosas críticas suyas.
-No me entero de nada de lo que dice -me comentó un día Manuela,
p

ara quien un buen asado es un buenasado y no hay más que hablar.
   No hay nada que comprender. Es triste ver una pluma como la suya malograrse así a fuerza de ceguera. Escribir sobre un tomate páginas y páginas de prosa deslumbrante -pues Pierre Arthens critica como quien narra
una historia y ya sólo eso debería haber hecho de él un genio- sin nunca ver ni sostener en la mano dicho tomate es una
funesta proeza. Pero ¿se puede ser tan competente y a la vez tan ciego a la presencia de las cosas?, me he preguntado a menudo al verlo pasar delante de mí con su narizota arrogante.
Pues se diría que sí. Algunas personas son incapaces de aprender en aquello que contemplan lo que constituye su
esencia, su hálito intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a discurrir sobre los hombres como si de autómatas
se tratara, y de las cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a lo que de ellas puede decirse, al capricho de
inspiraciones subjetivas.
   Como movidos por una voluntad, los pasos retroceden de pronto y Arthens llama a mi puerta.
   Me levanto, con cuidado de arrastrar los pies, calzados con unas zapatillas tan conformes al personaje que sólo la coalición de la baguette y la boina puede
considerarse un desafío en cuanto a típicos lugares comunes se refiere. Al hacerlo, sé que exaspero al Maestro, oda viva a la impaciencia de los grandes
depredadores, y ello tiene algo que ver con la aplicación con la que entorno muy despacio la puerta, asomando una nariz
desconfiada que espero luzca coloradota y lustrosa.
   -Estoy esperando un paquete por mensajero -me dice, guiñando los ojos y arrugando la nariz-. Cuando llegue, ¿podría traérmelo inmediatamente?
   Esta tarde, el señor Arthens lleva una gran chalina de lunares que flota alrededor de su cuello de patricio y no
le favorece en absoluto, porque la abundancia de su cabellera leonina y el vuelo holgado y etéreo del pedazo de seda evocan ambos una suerte de tutu vaporoso que anega la virilidad que suele exhibir el hombre como atributo. Y qué diablos, esa chalina me trae algo a la memoria. A punto estoy de sonreír al recordarlo. Es la de Legrandin. En En busca del tiempo perdido, obra de un tal Marcel, otro portero notorio, Legrandin es un esnob dividido entre dos mundos: el que frecuenta y aquel en el que le gustaría entrar; un patético esnob cuya chalina, de esperanza en amargura y de servilismo en desdén, expresa sus más íntimas fluctuaciones. Así, en la plaza de Combray, al no tener deseo alguno de saludar a los padres del narrador, pero no pudiendo evitar cruzarse con ellos, encomienda a la chalina la tarea de denotar, dejándola volar al viento, un humor melancólico que lo exima del saludo habitual.
   Pierre Arthens, que ha leído a Proust pero no concibe por ello ninguna indulgencia especial para con las porteras, carraspea con impaciencia.
   Recuerdo al lector su pregunta: - ¿Podría traérmelo inmediatamente (el paquete por mensajero, pues los paquetes de los ricos no emplean las vías postales ordinarias)?
   -Sí -contesto yo, batiendo marcas de concisión, animada por la suya propia y por la ausencia de un «por favor» que, a mi juicio, la forma interrogativa y condicional no alcanza a disculpar del todo.
   -Es muy frágil -añade-, tenga
cuidado, se lo ruego.
   La conjugación del imperativo y ese «se lo ruego» tampoco me complace, sobre todo porque Arthens me cree incapaz de tales sutilezas sintácticas y sólo las emplea porque sí, sin tener la
cortesía de suponer que yo podría sentirme insultada por ello. Equivale a tocar fondo en el ámbito social percibir en la voz de un rico que sólo se está
dirigiendo a sí mismo y que, si bien las palabras que pronuncia nos están técnicamente destinadas, ni siquiera alcanza a imaginar que podamos
entenderlas. —¿Cómo de frágil? — pregunto pues con un tono no muy amable.
   Suspira ostensiblemente, y noto en su aliento un ligerísimo toque de jengibre.
   —Se trata de un incunable —me dice, y clava en mis ojos, que yo trato de poner vidriosos, su mirada satisfecha de
terrateniente.
   —Pues nada, que le aproveche —le contesto con expresión de asco—. Se lo subo en cuanto llegue el mensajero.
   Y le doy con la puerta en las narices. Me complace sobremanera la perspectiva de que Pierre Arthens narre esta noche durante la cena, a título de anécdota jocosa, la indignación de su portera, que, al mencionar en su presencia un incunable, sin duda vio en
ello algo escabroso.
   Dios sabrá quién de nosotros dos se humilla más.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora