8 Demonios

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   A las siete, más muerta que viva, me
dirijo hacia la cuarta planta, rezando,
hasta reventarme los nudillos, por no
cruzarme con nadie.
   El portal está desierto.
   La escalera está desierta.
   El rellano del señor Ozu está desierto.
   Este desierto silencioso, que debería
haberme colmado, preña mi corazón de
un oscuro presentimiento, y un
irrefrenable deseo de huir me atenaza.
Mi lúgubre portería se me antoja de
pronto un refugio cálido y radiante, y
siento una bocanada de nostalgia al
pensar en León, arrellanado ante una
televisión que ya no me parece tan inicua. Después de todo, ¿qué tengo que
perder? Puedo dar media vuelta, bajar la escalera y regresar a mi morada. Nada
más fácil. Nada más lógico, al contrario
que esta cena que raya en el absurdo.
   Un ruido en la quinta planta, justo
encima de mi cabeza, interrumpe el hilo
de mis pensamientos.
   Del susto, al instante me pongo a sudar —despiadado destino—y, sin tan siquiera comprender el gesto, aprieto con frenesí el botón del timbre.
   No me da ni tiempo a que me lata el
corazón: se abre la puerta.
   El señor Ozu me recibe con una gran
sonrisa. —¡Buenas tardes! —exclama
con, diríase, una alegría que nada tiene
de fingida.
   Demonios, el ruido en la planta quinta se precisa: alguien cierra una puerta.
   —Sí, sí, buenas tardes —digo, empujando prácticamente a mi anfitrión
para entrar. —¿Me permite su bolso? —
dice el señor Ozu, que sigue sonriendo
de oreja a oreja.
   Le tiendo el bolso, recorriendo con
la mirada el inmenso vestíbulo.
   Mi mirada se topa con algo.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora