11 Una existencia sin duración

11 0 0
                                    

   ¿Para qué sirve el Arte? Para darnos
la breve pero fulgurante ilusión de la
camelia, abriendo en el tiempo una
brecha emocional que parece
irreductible a la lógica animal. ¿Cómo
surge el Arte? Nace de la capacidad que
tiene la mente de esculpir el ámbito sensorial. ¿Qué hace el Arte por
nosotros?
   Da forma y hace visibles nuestras
emociones y, al hacerlo, les atribuye este sello de eternidad que llevan todas las obras que, a través de una forma
particular, saben encarnar el universo de los afectos humanos.
   El sello de la eternidad... ¿Qué vida
ausente sugieren a nuestro corazón estos manjares, estas copas, estos tapices y
estos vasos? Más allá de los límites del
cuadro, sin duda, el tumulto y el tedio de la vida, esa carrera incesante y vana
acosada de proyectos; pero en el interior, la plenitud de un momento en
suspenso arrancado al tiempo de la
codicia humana. ¡La codicia humana! No podemos dejar de desear, y ello nos
magnifica y nos mata. ¡El deseo! Nos
empuja y nos crucifica, llevándonos cada día al campo de batalla donde, la víspera, fuimos derrotados, pero que, al alba, de nuevo se nos antoja terreno de
conquistas; nos hace construir, aunque
hayamos de morir mañana, imperios
abocados a convertirse en polvo, como
si el conocimiento que de su caída
próxima tenemos no alterara en nada la
sed de edificarlos ahora; nos insufla el
recurso de seguir queriendo lo que no
podemos poseer y, al llegar la aurora,
nos arroja sobre la hierba cubierta de
cadáveres, proporcionándonos hasta la
hora de nuestra muerte proyectos al
instante cumplidos y que al instante se
renuevan. Pero es tan extenuante desear sin tregua... Pronto aspiramos a un
placer sin búsqueda, soñamos con un
estado feliz que no tendría comienzo ni
final y en el que la belleza ya no sería
fin ni proyecto, sino que devendría la
evidencia misma de nuestra naturaleza.
Pues bien, ese estado es el Arte. Pues
esta mesa, ¿he tenido yo que servirla?
Estos manjares, ¿debo acaso codiciarlos
para verlos? En algún lugar, en otro
lugar, alguien quiso este almuerzo, alguien aspiró a esta transparencia
mineral y persiguió el goce de acariciar
con la lengua el sabor salado y suave de
una ostra con limón. Fue necesario este
proyecto, enmarcado en cientos más, que daba pie a mil otros, esta intención de
preparar y de saborear un ágape de
marisco, este proyecto de lo otro, en
verdad, para que el cuadro tomara forma.
   Pero cuando miramos una naturaleza
muerta, cuando, sin haberla perseguido, nos deleitamos con esta belleza que
lleva consigo la figuración magnificada
e inmóvil de las cosas, gozamos de lo que no hemos tenido que codiciar, contemplamos lo que no hemos tenido
que querer, nos complacemos en lo que
no nos ha sido necesario desear.
Entonces la naturaleza muerta, porque
conviene a nuestro placer sin entrar en
ninguno de nuestros planes, porque se
nos da sin el esfuerzo de que la
deseemos, encarna la quintaesencia del
Arte, esta certeza de lo intemporal. En la escena muda, sin vida ni movimiento, se
encarna un tiempo carente de proyectos, una perfección arrancada a la duración y a su cansina avidez —un placer sin
deseo, una existencia sin duración, una
belleza sin voluntad.
   Pues el Arte es la emoción sin el deseo.

           Diario del movimiento del
                           mundo n° 5

         Se moverá, no se moverá

   Hoy mamá me ha llevado a su
psicoanalista. Motivo: me escondo. Esto
es lo que me ha dicho mamá: «Mi vida,
sabes muy bien que a todos nos tiene
locos que te escondas así. Pienso que
sería buena idea que vinieras conmigo a
hablar de ello con el doctor Theid, sobre todo después de lo que nos dijiste el otro día.» Primero, el doctor Theid sólo es doctor en el cerebrito perturbado de mi madre. No es más médico o titular de una tesis de doctorado que yo, pero es obvio que a mamá le produce una
enorme satisfacción decir «doctor», por
aquello de la ambición que al parecer
tiene de curarla, pero tomándose su
tiempo (diez años). No es más que un
antiguo izquierdista reconvertido al
psicoanálisis después de unos ahitos de
estudio bien tranquilitos en la
Universidad de Nanterre y un encuentro
providencial con un pez gordo de la
Causa freudiana. Y segundo, no veo dónde está el problema. Lo de que «me
escondo» de hecho ni siquiera es verdad: me aislo allí donde no puedan
encontrarme. Lo único que quiero es
poder escribir mis Ideas profundas y mi
Diario del movimiento del mundo en paz y, antes, sólo quería poder pensar
tranquilamente yo sola sin que me
perturbaran las idioteces que mi
hermana dice o escucha en la radio o en
su aparato de música, o sin que me
moleste mamá que viene a susurrarme:
«Está aquí la abuelita, tesoro, ven a
darle un beso», que es una frase de las
menos apasionantes que conozco.
   Cuando papá, que pone su cara de
enfadado, me pregunta: «Pero bueno,
¿por qué te escondes?», por lo general
no respondo. ¿Qué se supone que tengo
que decir? ¿«Porque me ponéis de los
nervios y tengo una obra de envergadura que escribir antes de morir»? No puedo,
por razones obvias. Entonces, la última
vez probé con el humor, por aquello de
desdramatizar.
   Adopté un aire como ausente y dije,
mirando a papá y poniendo voz de
moribunda: «Por todas esas voces que
oigo en mi cabeza.» Atiza: ¡fue un
zafarrancho de combate! A papá parecía
que se le fueran a salir los ojos de las
órbitas, mamá y Colombe llegaron a
todo correr cuando fue a buscarlas y
todo el mundo me hablaba al mismo
tiempo: «Cariño, no es grave, te vamos
a sacar de ésta» (papá), «Ahora mismo
llamo al doctor Theid» (mamá), «¿Cuántas voces oyes?» (Colombe), etc.
Mi madre tenía su expresión de los días
importantes, dividida entre la inquietud
y la excitación: ¿y si mi hija fuera un
caso para la Ciencia? ¡Qué horror, pero
qué gloria! Bueno, al verlos asustarse
así, les dije: «¡Que no, hombre, que era
una broma!», pero tuve que repetirlo
varias veces para que por fin me oyeran,
y más veces todavía hasta que por fin me creyeran. Y con todo, no estoy segura de
haberlos convencido. Total, que mamá
me pidió cita con Doc T. y hemos ido esta mañana.
   Primero hemos esperado en una salita muy elegante con revistas de distintas épocas: algunos ejemplares de Géo de hace diez años y el último Elle bien a la vista encima del todo. Y luego ha llegado Doc T. Era del todo conforme a su foto (que salía en una revista que mamá le enseñó a todo el mundo) pero al natural, es decir en color y en olor: castaño y pipa. Un cincuentón de buen ver, de aspecto cuidado; el cabello, la barba muy cortita, la tez (opción bronceado Seychelles), el jersey, el pantalón, los zapatos y la correa de reloj eran castaños todos ellos, y todo del mismo tono, es decir como una castaña de verdad. O como las hojas de otoño. Y, además, con un olor a pipa de primera categoría (tabaco rubio: miel y frutos secos). Bueno, me he dicho, nos embarcamos rumbo a una sesioncita en plan conversación otoñal junto a la chimenea entre gente educada, una charla refinada, constructiva y quizá incluso sedosa (me encanta este adjetivo). 
   Mamá ha entrado conmigo, nos hemos sentado en unas sillas delante de su escritorio, y él se ha sentado detrás, en un gran sillón giratorio con unas orejas raras, un poco en plan Star Trek. Ha cruzado las manos sobre su regazo, nos ha mirado y ha dicho: «Me alegro de
veros a las dos.»
   Pues sí que empezamos bien. Me ha
puesto de mal café. Una frase de comercial de supermercado para vender cepillos de dientes de doble cara a la
señora y la hija plantadas detrás de su
carrito, no es precisamente lo que cabe
esperar de un psicoanalista, vamos, digo yo. Pero el cabreo se me ha pasado de
golpe cuando he caído en la cuenta de un
hecho apasionante para mi Diario del
movimiento del mundo. He mirado bien, concentrándome con todas mis fuerzas y diciéndome, no, no es posible. ¡Pero sí,
sí! ¡Era posible! ¡Increíble! Estaba
fascinada, tanto que apenas he
escuchado a mamá contar todas sus
pequeñas miserias (mi hija se esconde,
mi hija nos asusta contándonos que oye
voces, mi hija no nos habla, mi hija nos
tiene preocupados) diciendo «mi hija»
doscientas veces cuando yo estaba
sentada a quince centímetros y, cuando
él me ha hablado, casi me he
sobresaltado.
   Tengo que explicároslo. Sabía que
Doc T. estaba vivo porque había
caminado delante de mí, se había
sentado y había hablado. Pero a partir
de ese momento, podía haber estado
muerto perfectamente, porque no se
movía. Una vez instalado en su sillón
galáctico, ni un solo movimiento más:
sólo le temblaban un poco los labios,
pero apenas. Y el resto: inmóvil,
totalmente inmóvil. Normalmente,
cuando hablas, no mueves sólo los
labios, a la fuerza eso desencadena otros movimientos: músculos de la cara, gestos muy ligeros con la manos, el cuello, los hombros; y cuando no hablas, con todo es muy difícil permanecer
inmóvil del todo; siempre tiembla algo,
siempre se parpadea, se mueve
imperceptiblemente un pie, etc.
   Pero él: rien! ¡Nada! Wallou! Nothing! ¡Una estatua viva! ¡Flipante! «Y bien, jovencita», me ha dicho, y me he sobresaltado, «¿qué dices tú de todo esto?» Me ha costado reunir mis
pensamientos porque estaba del todo
fascinada por su inmovilidad, por eso he tardado un poco en responder. Mamá se
retorcía sobre su silla como si tuviera
hemorroides, pero el Doc me miraba sin
pestañear. Me he dicho: tengo que
conseguir que se mueva, tengo que
conseguir que se mueva, a la fuerza tiene
que haber algo que lo haga moverse.
Entonces he dicho: «Sólo hablaré en
presencia de mi abogado», con la
esperanza de que eso funcionara. Chasco total: ni un solo movimiento. Mamá ha
suspirado como una virgen en pleno
suplicio, pero él se ha quedado
totalmente inmóvil. «Tu abogado...
Mmm...», ha dicho sin moverse. El
desafío se estaba volviendo apasionante. ¿Se moverá o no se moverá? He
decidido poner toda la carne en el
asador para ganar la batalla. «Esto no es
un tribunal», ha añadido él, «lo sabes
muy bien, mmm.» Yo me decía: si
consigo hacer que se mueva, valdrá la
pena, ¡no habré perdido el día! «Bien»,
ha dicho la estatua, «mi querida
Solange, voy a tener una conversación a
solas con esta jovencita». Mi querida
Solange se ha levantado dirigiéndole
una mirada de cocker lacrimoso y se ha
marchado de la habitación haciendo un
montón de movimientos inútiles (sin
duda para compensar).
   «Tienes a tu madre muy
preocupada», ha atacado el doctor,
logrando la proeza de no mover ni el
labio inferior siquiera. He reflexionado
un momento y he decidido que la técnica de la provocación no tenía muchas
probabilidades de llegar a buen puerto.
¿Queréis asegurarle a vuestro
psicoanalista la certeza de su dominio?
Provocadlo como provoca un
adolescente a sus padres. He decidido
pues decirle muy seria: «¿Cree que tiene
que ver con la exclusión del Nombre del
Padre?» ¿Diríais que le ha hecho
moverse un pelo? En absoluto. Se ha
quedado inmóvil e impávido. Pero me
ha parecido ver algo en sus ojos, como
una vacilación. He decidido explotar el
filón. «¿Mmm?», ha preguntado. «No
creo que entiendas lo que dices». —«Oh, sí, sí», le he contestado, «pero hay algo en las teorías de Lacan que no entiendo, y es la naturaleza exacta de su relación con el estructuralismo». Él ha entreabierto la boca para decir algo pero yo he sido más rápida. «Ah, y tampoco entiendo los maternas. Todos esos nudos, resulta un poco confuso. ¿Entiende usted algo de la topología? Hace tiempo que todo el mundo sabe que es una tomadura de pelo, ¿no?» Ahí ya sí he notado cierto progreso. No le había dado tiempo a cerrar la boca y se le ha quedado abierta. Luego se ha recuperado y sobre su rostro inmóvil ha aparecido una expresión sin
movimiento, en plan: «¿Quieres jugar a
esto conmigo, bonita?» Pues claro que
quiero jugar a esto contigo, mi querido marrón glacé. Entonces he aguardado.
«Eres una jovencita muy inteligente, lo
sé», ha dicho (coste de esta información
transmitida por Mi querida Solange: 60
euros la media hora). «Pero se puede ser muy inteligente y a la vez muy frágil,
¿sabes?, muy lúcido y muy desgraciado.» No me digas, ¿en serio? ¿Esta frase la has leído en Pif Gadget [un tebeo, he estado a puntito de preguntarle. Y, de pronto, he sentido ganas de llevar mi jueguecito un poco más lejos. Al fin y al cabo tenía ante mí al tipo que le cuesta 600 euros al mes a mi familia desde hace diez años, con el resultado que todos conocemos: tres horas al día regando plantas y un
consumo impresionante de sustancias delaboratorio. He sentido que me invadía una oleada de rabia. Me he inclinado sobre el escritorio y he dicho en voz muy baja: «Escúchame bien, señor Congelado, tú y yo vamos a hacer un trato. Tú me vas a dejar a mí en paz, y, a cambio, yo no mandaré al garete tu
cochino negocio difundiendo malignos
rumores sobre ti en las altas esferas de
los negocios y la política de esta ciudad.
Y créeme, si eres capaz de ver todo lo
inteligente que soy, te darás cuenta de
que está totalmente a mi alcance hacer
algo así.» En mi opinión, no podía funcionar. No me lo creía. Hay que ser
de verdad idiota para creerse tantas
estupideces. Pero, resulta increíble, la
victoria ha sido mía: una sombra de
inquietud ha pasado por el rostro del
doctor Theid. Pienso que me ha creído.
Es fabuloso: desde luego si hay algo que
yo no haría jamás es difundir rumores
falsos para perjudicar a alguien. Mi
padre, tan republicano él, me ha
inoculado el virus de la deontología, y
por mucho que me parezca algo tan
absurdo como todo lo demás, me atengo
a él al pie de la letra. Pero el bueno del
doctor, que, para juzgar a la familia,
sólo disponía de la madre, ha estimado
al parecer que la amenaza era real. Y
ahí, milagro: ¡un movimiento! Ha
chasqueado la lengua, ha descruzado los brazos, ha extendido una mano hacia el
escritorio y ha golpeado con la palma su
carpeta de piel de cabra. Un gesto de
exasperación pero también de
intimidación. Entonces se ha levantado,
sin una sombra ya de dulzura ni de
amabilidad, se ha dirigido hacia la
puerta, ha llamado a mamá, le ha soltado una milonga sobre mi buena salud
mental, le ha asegurado que todo se iba
a arreglar y nos ha echado al instante de su rinconcito otoñal junto a la chimenea.
   Al principio me sentía bastante orgullosa de mí misma. Había
conseguido que se moviera. Pero
conforme iba avanzando el día, me he
ido sintiendo cada vez más deprimida.
Porque lo que ha ocurrido cuando se ha
movido ha sido algo no muy bonito que
digamos, no muy limpio. Por mucho que
yo sepa que hay adultos que llevan
máscaras en plan todo dulzura, todo
sabiduría, pero debajo son muy feos y
muy duros; por mucho que sepa que basta con descubrirles el juego para que
caigan las máscaras, cuando ocurre con
toda esa violencia, me hace daño. Cuando ha golpeado la mesa con la
mano, quería decir: «Muy bien, me ves tal cual soy, es inútil seguir fingiendo,
acepto tu pacto miserable; y ahora ya te
estás largando.» Pues sí, me ha dolido.
Por mucho que sepa que el mundo es
feo, no tengo ganas de verlo.
   Sí, abandonemos este mundo donde
lo que se mueve desvela la fealdad
oculta.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora