14 Un solo rollo de estos

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   La primera fase de la operación
transcurre sin incidentes.
   Tan pequeña es mi vejiga que encuentro la segunda puerta del pasillo a la derecha sin que me asalte la tentación de abrir las otras siete, y procedo a
realizar la función en sí con un alivio
que la vergüenza pasada no alcanza a
empañar. Habría sido desconsiderado
preguntar al señor Ozu dónde estaban
los servicios. Unos «servicios» no
podrían ser de una blancura nivea, desde las paredes hasta la taza del inodoro
sobre la que uno apenas se atreve a
apoyarse, por temor a ensuciarla. Toda
esta blancura está sin embargo
atemperada —de manera que el acto que en ella se realiza no sea clínico en
exceso—con una gruesa, mullida,
sedosa, satinada y suave moqueta amarilla, del color de un sol radiante,
que salva al lugar de la atmósfera propia de un hospital. Todas estas observaciones desencadenan en mí una
gran estima por el señor Ozu. La
sencillez sobria del blanco, sin
mármoles ni fiorituras —debilidades
estas en que a menudo incurren aquellos a los que la fortuna ha sonreído, pues se
afanan por hacer suntuoso todo lo trivial—y la tierna dulzura de una moqueta
solar son, en materia de W. C. [cuartos
de baño], las condiciones mismas de la
adecuación. ¿Qué buscamos cuando vamos a este lugar? Claridad para no
pensar en todas esas profundidades
oscuras que hacen coalición y algo que cubra el suelo para cumplir con nuestro
deber sin hacer penitencia congelándonos los pies, sobre todo cuando la visita es nocturna.
   El papel higiénico, asimismo, aspira
a la canonización. Encuentro mucho más concluyente esta marca de riqueza que la posesión, por ejemplo, de un Maserati o de un Jaguar cupé. Lo que representa el papel higiénico para el trasero de las
personas ahonda mucho más el abismo
entre las clases que otros muchos signos
externos. El papel que hay en casa del
señor Ozu —grueso, blando, suave y
deliciosamente perfumado—está
destinado a colmar de atenciones esta
parte de nuestro cuerpo que, más que
ninguna otra, tan sensible es a estas
atenciones. ¿Cuánto costará un solo rollo de éstos?, me pregunto pulsando el
botón intermedio de la cisterna,
señalado con dos flores de loto, pues mi
pequeña vejiga, pese a su reducida
autonomía, tiene una capacidad nada
desdeñable. Una flor me parece que se
queda justita; tres sería vanidoso por mi
parte.
   Entonces ocurre el hecho.
   Un estruendo monstruoso, que asalta
mis oídos, a punto está de fulminarme
ahí mismo. Lo aterrador es que no acierto a identificar su origen. No es la
cadena del inodoro, que apenas oigo;
viene de algún lugar por encima de mi
cabeza y se abate sobre mí. Se me va a
salir el corazón del pecho. Ya conocen
la triple alternativa: frente al peligro,
fight, flee o freeze (o lo que es lo mismo: plantar cara, poner pies en polvorosa o pasmarse del susto). Con gusto habría optado por la segunda, pero de pronto ya no sé abrir el pestillo de una puerta. ¿Se forma alguna hipótesis en mi mente? Quizá, pero sin gran limpidez. ¿He pulsado acaso el botón equivocado, estimando mal la cantidad producida —qué presunción, qué orgullo, Renée, dos flores de loto para tan irrisoria contribución—y por ello recibo el castigo de una justicia divina cuya estruendosa ira se abate sobre mis oídos? ¿Será que he paladeado —lujuria—en exceso la voluptuosidad del acto en este lugar (que invita a ello) cuando debería considerarse impuro? ¿Me habré abandonado a la envidia, codiciando este PQ [papel higiénico] digno de príncipes, y se me notifica tal vez sin ambigüedades el pecado mortal? ¿Han maltratado mis dedos torpes de trabajadora manual, bajo el efecto de una ira inconsciente, la mecánica sutil del botón de flores de loto, y desencadenado un cataclismo en las cañerías que pone la cuarta planta en peligro de derrumbe?
   Sigo tratando con todas mis fuerzas de huir, pero mis manos son incapaces
de obedecer mis órdenes. Trituro el pomo de cobre que, correctamente
manipulado, debería liberarme, pero no
se produce el desenlace esperado.
   En ese momento me convenzo ya del
todo de haberme vuelto loca o de haber
llegado al cielo, porque el sonido hasta
entonces indistinguible se precisa e,
impensable pero cierto, se asemeja a
una pieza de Mozart.
   Para quien quiera detalles, al Confutatis del Réquiem de Mozart.
   Confutatis maledictis, Flammis acribus addietis!, modulan unas bellísimas voces líricas. Me he vuelto loca.
   —Señora Michel, ¿va todo bien? — pregunta una voz al otro lado de la puerta, la del señor Ozu o, más probablemente, la de san Pedro en las
puertas del purgatorio.
   —Pues... ¡no consigo abrir la puerta!—digo.
   Buscaba convencer por todos los medios al señor Ozu de mi deficiente
inteligencia.
   Pues ¡ea!, lo he conseguido.
   —Quizá esté usted girando el pomo en el sentido equivocado —sugiere
respetuosamente la voz de san Pedro.
   Considero un instante la información, que se abre camino con esfuerzo hasta los circuitos encargados de gestionarla.
   Giro el pomo en el otro sentido.
   La puerta se abre.
   El Confutatis se detiene al instante. Una deliciosa ducha de silencio inunda mi cuerpo agradecido.
   —Yo... —le digo al señor Ozu (pues es él y no san Pedro)—... yo... bueno... eh... ¿sabe... el Réquiem?
   Debería haber llamado a mi gato
Sinsintaxis. —¡Oh, apuesto a que se ha
asustado! —exclama el señor Ozu—.
Debería haberla avisado. Es una
costumbre japonesa que mi hija ha querido importar aquí. Cuando se tira de la cadena, suena la música; es más...
bonito, ¿entiende?
   Entiendo sobre todo que estamos en el pasillo, delante del cuarto de baño, en
una situación que pulveriza todos los
cánones del ridículo.
   —Ah... —contesto—, pues... me ha
sorprendido, sí. —Y me abstengo de
todo comentario sobre la serie de
pecados que este episodio acaba de
sacar a la luz.
   —No es usted la primera —dice el señor Ozu, amable y, se diría, un poco
divertido, a juzgar por la sombra que se
le dibuja en el labio superior.
   —El Réquiem... en el cuarto de baño... es una elección... sorprendente—respondo para recuperar algo de
aplomo, no sin espantarme al instante
del giro que le estoy dando a la
conversación cuando ni siquiera hemos
abandonado el pasillo y seguimos el uno
frente al otro, con los brazos colgando a
ambos lados del cuerpo, inseguros con
respecto al desenlace de este diálogo.
   El señor Ozu me mira.
   Yo lo miro a él.
   Algo se quiebra en mi pecho, con un
suave clac insólito, como una válvula
que se abriera y se cerrara brevemente.
Luego asisto, impotente, al temblor ligero que sacude mi torso y, como una
extraña coincidencia, me parece que el
mismo principio de vibración agita los
hombros de mi anfitrión. Nos miramos,
vacilantes.
   Luego una especie de ji ji ji muy suave y muy tenue escapa de la boca del señor Ozu.
   Caigo en la cuenta de que el mismo
ji ji ji ahogado pero irreprimible sube
también de mi propia garganta. Hacemos ji ji ji los dos, bajito, mirándonos con
incredulidad.
   Entonces el ji ji ji del señor Ozu se
intensifica.
   El mío adquiere también una fuerza
considerable.
   Seguimos mirándonos, expulsando
de nuestros pulmones unos ji ji ji más
desenfrenados por momentos. Cada vez
que se aplacan, nos miramos y volvemos a soltar otra tanda. Siento espasmos en
el estómago. El señor Ozu llora de risa.
¿Cuánto tiempo permanecemos ahí, riendo convulsivamente, ante la puerta
del W. C. [cuarto de baño]? No lo sé.
   Pero un lapso lo bastante largo como
para aniquilar todas nuestras fuerzas.
Emitimos todavía algunos ji ji ji
extenuados y luego, más por cansancio
que por saciedad, recuperamos la seriedad.
   —Volvamos al salón —dice el señor
Ozu, ganador absoluto en la carrera de
recuperar el aliento.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora