Consideremos la segunda pregunta: ¿qué conocemos del mundo?
A esta pregunta, los idealistas como Kant responden. ¿Qué responden?
Responden: poca cosa.
El idealismo es la postura que considera que sólo podemos conocer aquello que nuestra conciencia, esa entidad semi divina que nos salva de la
bestialidad, aprehende. Conocemos del mundo lo que nuestra conciencia puede
decir de éste porque lo aprehende, y nada más.
Consideremos un ejemplo,
casualmente un simpático gato llamado León. ¿Por qué? Porque encuentro que es más fácil con un gato. Y yo les pregunto: ¿cómo pueden estar seguros de
que se trata de verdad de un gato, e incluso saber lo que es un gato? Una respuesta sana sería argüir que nuestra
percepción del animal, completada por algunos mecanismos conceptuales y
lingüísticos, nos lleva a formar ese conocimiento. Pero la respuesta idealista consiste en alegar la imposibilidad de saber si lo que percibimos y concebimos del gato, si lo
que nuestra conciencia aprehende como gato, concuerda con lo que es el gato en su intimidad profunda. Quizá mi gato, que, en el momento en el que hablamos, yo aprehendo como un cuadrúpedo obeso con bigotes trémulos y que guardo en mi mente en un cajón etiquetado como «gato», sea en realidad y en su misma esencia una bola de liga verde que no hace miau. Pero mis sentidos están
constituidos de tal manera que no lo percibo así, y el inmundo montón de cola verde, engañando mi repulsión y mi candida confianza, se presenta a mi
conciencia bajo la apariencia de un animal doméstico glotón y sedoso.
He ahí el idealismo kantiano. No conocemos del mundo más que la idea que nuestra conciencia forma del mismo. Pero existe una teoría más deprimente
que ésta, una teoría que abre
perspectivas más aterradoras todavía que la de acariciar sin darse cuenta de ello un pedazo de baba verde o, por las
mañanas, hundir en una cueva pustulosa las rebanadas de pan que uno creía destinadas al tostador.
Existe el idealismo de Edmund
Husserl, que ahora ya evoca para mí una marca de sotanas de tela basta para sacerdotes seducidos por un oscuro cisma de la Iglesia baptista.
En esta última teoría sólo existe la aprehensión del gato. ¿Y el gato? Pues bien, el gato no le importa a nadie. El
gato no es necesario en absoluto. ¿Para qué? ¿Qué gato? A partir de ahora, la filosofía se permite complacerse sólo
con la lujuria de la mente nada más. El mundo es una realidad inaccesible que sería vano tratar de conocer. ¿Qué
conocemos del mundo? Nada. Puesto que todo conocimiento no es más que la autoexploración por sí misma de la conciencia reflexiva, se puede mandar el
mundo a paseo.
Tal es la fenomenología: la «ciencia de lo que aparece a la conciencia». ¿Cómo es un día normal de un fenomenólogo? Se levanta, tiene conciencia de enjabonar bajo la ducha un cuerpo cuya existencia carece de fundamento, de tomarse unas tostadas reducidas a la nada, de vestir una ropa que es como unos paréntesis vacíos, de
ir al trabajo y de asir un gato.
Poco le importa que el gato exista o no y lo que el gato sea en su esencia misma. Lo que no se puede decidir no le
interesa. En cambio, es innegable que a su conciencia se le aparece un gato y es ese aparecer lo que preocupa a nuestro hombre.
Un aparecer por lo demás bastante complejo. Es desde luego notable que se pueda detallar hasta ese punto el
funcionamiento de la aprehensión por parte de la conciencia de algo cuya existencia en sí es indiferente. ¿Saben ustedes que nuestra conciencia no aprehende nada de una sentada, sino que
efectúa complicadas series de síntesis que, mediante perfilados sucesivos, consiguen que nuestros sentidos perciban objetos diversos como, por
ejemplo, un gato, una escoba o un matamoscas? (No me negarán que no resulta útil este mecanismo.) Realicen el
ejercicio de mirar a su gato y de preguntarse cómo es que saben ustedes qué aspecto tiene por delante, por detrás, por arriba y por abajo cuando en
ese momento sólo lo están viendo de frente. Ha sido necesario que su conciencia, sintetizando sin que ustedes se dieran cuenta siquiera las múltiples
percepciones de su gato desde todos los ángulos posibles, termine creando esa imagen completa del gato que su visión
actual no le proporciona jamás. Lo mismo ocurre con el matamoscas, que no perciben nunca ustedes más que por un
lado, si bien pueden visualizarlo entero en sus mentes y, milagro, saben sin tener siquiera que darle la vuelta qué aspecto tiene por el otro lado.
Estaremos de acuerdo en que ese saber resulta muy útil. Resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un
matamoscas sin echar mano
inmediatamente del saber que tiene de los distintos perfilados necesarios para
su aprehensión. Por otra parte, resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un
matamoscas por la sencilla razón de que en las casas de los ricos nunca hay moscas.
Ni moscas, ni viruela, ni malos olores, ni secretos de familia. En casa de los ricos todo es limpio, sin aristas,
sano y por consiguiente preservado de la tiranía de los matamoscas y del oprobio público.
He aquí pues lo que es la
fenomenología: un monólogo solitario y sin fin de la conciencia consigo misma,
un autismo puro y duro que ningún gato real y verdadero importuna jamás.
ESTÁS LEYENDO
La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.