Extraño concepto este de la supuesta
ignorancia o inconsciencia de uno al hacer o decir algo.
Para los psicoanalistas es el fruto de las maniobras insidiosas de un inconsciente oculto. Qué vana teoría. En realidad es la marca más visible de la fuerza de nuestra voluntad consciente que, cuando nuestra emoción se erige como obstáculo, recurre a cualquier ardid para lograr sus fines.
—Cualquiera diría que quiero que me descubran —le digo a León, que acaba de volver a sus aposentos y, podría jurarlo, ha conspirado con el universo para cumplir mis deseos.
Todas las familias felices se parecen; las familias desdichadas lo son cada una a su manera es la primera frase de Ana Karenina que, como toda portera que se precie, no puedo haber leído, como tampoco se me permite estremecerme al oír la segunda parte de esta frase, en un momento de gracia, sin
saber que era de Tolstoi, pues si bien las
personas humildes son sensibles sin
conocerla a la gran literatura, no pueden
aspirar a la alta consideración en la que la tienen las personas instruidas.
Me paso el día tratando de persuadirme de que me estoy angustiando por nada y de que el señor No Sé Qué, cuya cartera es lo bastante
abultada como para comprarse la cuarta
planta entera, tiene otros motivos de
preocupación que los temblores
parkinsonianos de una portera corta de luces.
Después, a eso de las siete, llama a mi puerta un joven.
—Buenas tardes, señora —dice, articulando a la perfección—, mi nombre es Paul N'Guyen, soy el secretario personal del señor Ozu.
Me tiende una tarjeta de visita.
—Éste es el número de mi móvil. Van a venir unos decoradores a casa del señor Ozu, y no querríamos que ello le ocasionase a usted una carga adicional de trabajo. Por eso, al menor problema, llámeme y vendré en cuanto me sea
posible.
Habrán notado ustedes, llegados a este punto de la intriga, que el saínete carece de diálogo, el cual suele reconocerse por la sucesión de guiones al inicio de cada turno de palabra.
Debería haber habido algo parecido a ésto:
—Encantada de conocerlo.
Y después:
—Muy bien, así lo haré.
Pero es obvio que nada de esto hay.
Y es porque, sin necesidad de obligarme a ello, me he quedado muda. Soy desde luego consciente de tener la boca abierta, pero ningún sonido escapa de ella, y compadezco a este apuesto joven que no tiene más remedio que contemplar a una rana de setenta kilos
llamada Renée.
En ese punto del intercambio suele el protagonista preguntar: —¿Habla usted mi idioma?
Pero Paul N'Guyen me sonríe y espera.
A costa de un esfuerzo hercúleo, acierto a decir algo.
En realidad, al principio no es más que algo así como:
—Grmbll.
Pero él sigue aguardando con la misma abnegación admirable. —¿El señor Ozu? —termino por decir a duras penas, con una voz a lo Yul Brynner.
—Sí, el señor Ozu —repite—. ¿Ignoraba usted su nombre?
—Sí —digo con esfuerzo—, no lo había entendido bien. ¿Cómo se escribe?
—O, z, u —me dice.
—Ah —contesto—, muy bien. ¿Es japonés?
Se despide muy cordial, yo mascullo un buenas tardes para el cuello de mi camisa, cierro la puerta y me dejo caer sobre una silla, aplastando a León.
El señor Ozu. Me pregunto si no estaré viviendo un sueño demente, con suspense, sucesión maquiavélica de la acción, aluvión de coincidencias y desenlace final en camisón con un gato obeso en los pies y un despertador
crepitante sintonizado en France ínter.
Pero todos sabemos, en el fondo, que el sueño y la vigilia no tienen la misma textura y, mediante la auscultación de mis percepciones sensoriales, sé con certeza que estoy despierta. ¡El señor Ozu! ¿El hijo del cineasta? ¿Su sobrino? ¿Un primo lejano?
Cáspita.
Idea profunda n° 9
Si le sirves a un enemigo
Tejas de Ladurée
No creas que
Podrás ver más allá.¡El señor que ha comprado el piso de los Arthens es japonés! ¡Se llama Kakuro Ozu! ¡Vaya suerte tengo, va y me pasa esto justo antes de morirme! Doce años y medio viviendo en la pobreza cultural y ahora que aparece en mi vida un japonés, tengo que levantar el
campamento...
De verdad es demasiado injusto.
Pero al menos soy sensible al lado positivo: ahora está aquí y, además, ayer tuvimos una conversación muy interesante. Antes de nada tengo que decir que todos los residentes del
edificio andan locos con el señor Ozu. Mi madre no habla de otra cosa, mi padre la escucha, por una vez, mientras que normalmente piensa en otra cosa cuando ella se pone en plan blablablá sobre la vida y milagros de nuestros
vecinos; Colombe me ha robado mi manual de japonés, y, hecho inédito en los anales del número 7 de la calle Grenelle, la señora de Broglie ha venido a tomar el té a casa. Vivimos en el quinto, justo encima del ex piso de los
Arthens, y estos últimos tiempos ha estado en obras, ¡unas obras enormes! Estaba claro que el señor Ozu había decidido cambiarlo de arriba abajo, y todo el mundo se moría por ver esos cambios. En un universo de fósiles, el
más mínimo movimiento de una piedrecita en la pendiente de un acantilado puede provocar crisis cardiacas en serie, de modo que, cuando
alguien hace explotar la montaña, ¡os podéis imaginar la que se organiza! Bueno, resumiendo, que la señora de Broglie se moría por echar un vistacito al piso del señor Ozu, así que se las apañó para conseguir que mi madre la invitara a casa cuando se cruzó con ella la semana pasada en el portal. ¿Y sabéis cuál fue el pretexto? Es para mondarse de risa. La señora de Broglie es la esposa del señor de Broglie, el consejero de Estado que vive en el
primero, que entró en el Consejo de Estado cuando gobernaba Giscard d'Estaing y es tan conservador que no saluda a los divorciados. Colombe lo llama «el viejo facha» porque nunca ha leído nada sobre la derecha francesa, y papá lo considera un ejemplo perfecto
de la esclerosis de las ideas políticas. Su mujer es el equivalente a él, pero en femenino: traje sastre impecable, collar de perlas, mueca altanera y una multitud de nietos que se llaman todos Grégoire o Mane. Hasta ahora apenas saludaba a mamá (que es socialista, lleva el pelo teñido y zapatos terminados en punta). Pero la semana pasada se lanzó sobre
nosotras como si su vida dependiera de
ello. Estábamos en el portal, volvíamos de la compra y mamá estaba de muy buen humor porque había encontrado un mantel de lino color tostado por doscientos cuarenta euros.
Entonces me pareció sufrir alucinaciones auditivas. Después de los «buenos días» de rigor, la señora de Broglie le dijo a mi madre: «quisiera pedirle algo», lo que ya debió de
hacerle mucha pupa en la boca. «Por supuesto, usted dirá», le contestó mamá, con una sonrisa (que se explica por lo del mantel y los antidepresivos que toma). «Púes bien, mi nuera, la esposa de Etienne, no se encuentra muy bien y creo que sería aconsejable que siguiera una terapia.» «¿Ah, sí?», le dijo mi madre, sonriendo aún más. «Sí, esto... una terapia de psicoanálisis, si ve usted a lo que me refiero.» La señora de Broglíe parecía un caracol en pleno desierto del Sahara, pero a pesar de todo aguantaba mecha como una jabata.
«Sí, por supuesto, la entiendo perfectamente», le dijo mamá, «¿y en qué podría serle útil?» «Pues bien, tengo entendido que conoce usted bien este tipo de... o sea... este tipo de acercamiento... entonces me gustaría poder hablar de ello con usted.» Mamá no daba crédito a su buena suerte: un
mantel de lino color tostado, la perspectiva de poder soltarle a alguien toda su ciencia del psicoanálisis y, por si eso fuera poco, la señora de Broglie bailándole el agua (¡oh, sí, desde luego, un día redondo!). Con todo no se pudo
resistir porque sabía perfectamente adonde quería llegar la otra. Por muy rústica que sea mi madre intelectualmente hablando, no hay quien se la dé con queso, las cosas como son.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.