Chabrot llama a mi puerta.
Chabrot es el médico personal de Pierre Arthens. Es un viejo guaperas eternamente bronceado, de estos que se resisten a envejecer y a dejar de seducir.
Este espécimen en concreto se retuerce y se estremece ante el Maestro como el gusano que es y, en veinte años, no me ha saludado jamás ni me ha manifestado siquiera que yo fuera perceptible a su conciencia. Una experiencia
fenomenológica interesante consistiría en inquirir los fundamentos de la no percepción a la conciencia de algunos de aquello que sí percibe la conciencia de otros. Que mi imagen pueda a la vez imprimirse en el cráneo de Neptune y escapársele al de Chabrot es un efecto que me cautiva sobremanera.
Pero, esta mañana, la tez de Chabrot parece haberse desteñido. Muestra unas mejillas flaccidas, le tiemblan las manos y tiene la nariz... mojada. Sí, mojada. A Chabrot, el médico de los poderosos, le
moquea la nariz. Por si eso fuera poco, pronuncia mi nombre.
—Señora Michel.
Quizá no se trate de Chabrot sino de una suerte de extraterrestre transformista
que dispone de un servicio de
información que deja bastante que desear, porque el verdadero Chabrot no digna ocupar su mente con datos que incumben a subalternos por definición
anónimos.
—Señora Michel —repite la
imitación fallida de Chabrot—, señora Michel.
Está bien, de acuerdo, ahora ya lo sabe todo el mundo: soy la señora Michel.
—Ha ocurrido una terrible desgracia —prosigue Nariz Moqueante quien, ¡canastos!, en lugar de sonarse se sorbe los mocos.
Ahí es nada. Se sorbe ruidosamente, devolviendo el hilillo de mocos al lugar de donde partió, y la rapidez de la acción me obliga a asistir a las contracciones febriles de su nuez con vistas a facilitar el paso del hilillo antes
mencionado. Es repugnante pero sobre todo desconcertante.
Miro a derecha e izquierda. El vestíbulo está desierto. Si mi E.T. tiene intenciones hostiles, estoy perdida. Éste
se recompone y repite.
—Una terrible desgracia, sí, una terrible desgracia. El señor Arthens está agonizante. —¿Agonizante? —pregunto
—. ¿Agonizante de verdad?
—Agonizante de verdad, señora Michel, agonizante de verdad. Le quedan cuarenta y ocho horas. —¡Pero si lo vi ayer por la mañana y estaba
como una rosa! —digo, anonadada.
—Por desgracia, señora, cuando el corazón falla, no hay nada que hacer. Por la mañana uno da brincos como un
cabritillo, y por la noche tiene un pie en la tumba. —¿Se va a morir en su casa, no va a ir al hospital?
Por primera vez en veinte años, experimento un vago sentimiento de simpatía por Chabrot.
Después de todo, me digo, él
también es un hombre y, a fin de cuentas, ¿no nos parecemos todos?
—Señora Michel —prosigue
Chabrot, y me aturulla este desenfreno de señora Michel por aquí, señora Michel por allá, después de veinte años sin una sola mención de mi nombre—,
sin duda mucha gente querrá ver al Maestro antes de... antes. Pero él no quiere recibir a nadie. Sólo a Paul quiere ver. ¿Puede usted impedir el paso
a los importunos?
Me debato entre sentimientos
encontrados. Observo, como de
costumbre, que la gente no parece notar mi presencia más que para encargarme tareas. Pero, después de todo, me digo,
para eso estoy.
Observo también que Chabrot se expresa de una manera que me fascina —¿puede usted impedir el paso a los importunos?—y ello me perturba. Me gusta esa corrección anticuada. Soy
esclava de la gramática, me digo, debería haber llamado a mi gato Grévisse, como el célebre gramático belga.
Este Chabrot me indispone, pero su expresión me deleita. Por último, ¿quién querría morir en el hospital?, ha
preguntado el viejo guaperas. Nadie. Ni Pierre Arthens, ni Chabrot, ni yo, ni Lucien.
Mediante esta pregunta anodina, Chabrot nos ha hecho hombres a todos.
—Haré lo que pueda —le digo—. Pero tampoco puedo perseguirlos hasta la escalera.
—No —concede éste—, pero puede usted desalentarlos. Dígales que el Maestro ha cerrado sus puertas. Y me mira de una manera extraña. Tengo que andarme con cuidado, tengo que andarme con mucho cuidado. Estos últimos tiempos estoy bajando la guardia. Primero, que si el incidente del
vastago de los Pallières, esa manera tan absurda de citar La ideología alemana que, de haber sido el muchacho siquiera
la mitad de inteligente que una almeja, habría podido sugerirle un montón de cosas de lo más embarazosas. Y hete aquí que ahora, sólo porque un carcamal
tostado con rayos UVA me obsequia con expresiones anticuadas, me extasío ante
él y olvido todo rigor.
Anego en mis ojos la chispa que en ellos había surgido y adopto la mirada vidriosa de toda portera que se precie y
que se dispone a hacer lo que esté en su mano sin por ello llegar a perseguir a la gente hasta la escalera. La expresión
extraña de Chabrot se desvanece. Para borrar todo rastro de mis fechorías, me permito una pequeña herejía. —¿Cree usted de que es un infarto? preguntón —Sí —contesta Chabrot—, eso es, un infarto.
Silencio.
—Gracias —añade.
—De nada, a mandar —le contesto, y cierro la puerta.
ESTÁS LEYENDO
La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.