18 Dulce insomnio

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Después de dos horas de dulce insomnio, me duermo plácidamente.

                     Idea profunda n° 13

           ¿Quién cree poder hacer miel
           sin compartir el destino de las
           abejas?

   Cada día me digo que mi hermana no puede hundirse más profundamente en el
fango de la ignominia y, cada día, me sorprende ver que sí lo hace.
   Esta tarde, después del colegio, no había nadie en casa. He cogido un poco de chocolate con avellanas de la cocina y me he ido a comérmelo al salón. Estaba bien cómoda en el sofá y mordía el chocolate reflexionando en mi próxima idea profunda. Pensaba que se iba a tratar de una idea profunda sobre el chocolate, o más bien sobre la forma en que uno lo muerde, con una pregunta central: ¿qué es lo bueno del chocolate? ¿La sustancia en sí o la técnica del diente que lo tritura?
   Pero por muy interesante que fuera esta idea, no había contado con mi hermana, que ha vuelto a casa antes de lo previsto e inmediatamente se ha puesto a amargarme la vida habiéndome de Italia. Desde que ha ido a Venecia con los padres de Tibère (al hotel Danieli, nada menos), Colombe no habla de otra cosa. Para colmo de males, el
sábado fueron a cenar a casa de unos
amigos de los Grinpard que tienen una
gran finca en la Toscana. Sólo con pronunciar la palabra «Toscaaana», arrastrando las sílabas, mi hermana se
extasía, y mamá con ella. Dejadme que
os diga una cosa, la Toscana no es una
tierra milenaria. No existe más que para
dar a personas como Colombe, mamá o
los Grinpard la emoción de poseer. La «Toscaaana» les pertenece, tanto como la Cultura, el Arte y todo lo que pueda escribirse con mayúsculas.
   A propósito de la Toscaaana, pues, ya me he tenido que tragar el latazo sobre los burros, el aceite de oliva, la luz del crepúsculo, la dolce vita y demás topicazos. Pero como, cada vez, me he escabullido discretamente, Colombe no ha podido comprobar el efecto que produce en mí su historia preferida. Pero, al descubrirme sentada en el sofá, se ha desquitado y me ha fastidiado la degustación del chocolate y mi futura idea profunda.
   En las tierras de los amigos de los padres de Tibère hay colmenas, las suficientes para producir un quintal de miel al año. Los toscanos han contratado a un apicultor, que se encarga de hacer todo el trabajo para que ellos puedan comercializar la miel con el sello «señorío de Flibaggi».
   Evidentemente, no lo hacen por el dinero. Pero la miel «señorío de Flibaggi» está considerada como una de las mejores del mundo, y ello contribuye al prestigio de los propietarios (que son rentistas) porque la utilizan en grandes restaurantes grandes cocineros que actúan como si fuera algo
extraordinario... Colombe, Tibère y los
padres de Tibère tuvieron el honor de
protagonizar una cata de miel como las
que se hacen con los vinos, y ahora ya no hay quien calle a Colombe cuando se pone a hablar sobre la diferencia entre una miel de tomillo y una miel de romero. Pues que le aproveche. Hasta ese punto del relato, la escuchaba sin prestarle mucha atención, pensando en lo de «morder el chocolate» y me decía que si la tabarra se quedaba ahí, podía darme con un canto en los dientes.
   Nunca hay que esperar algo así con
Colombe. De repente, ha adoptado ese
aire suyo tan poco prometedor y se ha
puesto a contarme las costumbres de las
abejas. Al parecer, les soltaron una clase magistral completa sobre el tema, y al espíritu perturbado de Colombe le llamó particularmente la atención el capítulo dedicado a los ritos nupciales de las reinas y los zánganos.
   La increíble organización de la colmena, en cambio, no la impresionó demasiado, cuando yo encuentro que es apasionante, sobre todo si se piensa que esos insectos tienen un lenguaje con código que relativiza las definiciones que se pueden dar de la inteligencia verbal como específicamente humana. Pero esto no le interesa en absoluto a Colombe, y eso que no se está sacando un título de CAP [formación
profesional] en fontanería, sino un máster en filosofía. A ella en cambio lo que le vuelve loca de interés es la sexualidad de los bichitos de marras.
   Os resumo el asunto: cuando está lista, la abeja reina inicia su vuelo nupcial, perseguida por una nube de zánganos. El primero que ia alcanza copula con ella y luego muere porque, después del acto, su órgano genital permanece dentro del cuerpo de la abeja. Le queda pues amputado, y eso lo mata. El segundo zángano en alcanzar a
la abeja debe, para copular con ella, retirar con las patas el órgano genital del anterior y, por supuesto, después corre la misma suerte, y así hasta diez o quince zánganos, que llenan la bolsa espermática de la reina, lo que le permitirá producir, durante cuatro o
cinco años, doscientos mil huevos al año.
   Esto es lo que me cuenta Colombe
mirándome con su aire venenoso y aderezando su relato con comentarios
subidos de tono de esta índole: «Sólo puede hacerlo una vez, ¿eh?, entonces, claro, con uno solo no le vale, ¡quiere quince!» Si yo fuera Tibère, no me gustaría demasiado que mi novia fuera contándole esta historia a todo el mundo. Porque, a ver, uno no puede evitar hacer un poco de psicología barata: cuando una chica excitada cuenta que una hembra necesita quince machos para quedarse satisfecha y que, en señal de agradecimiento, los castra y los mata... A la fuerza uno se hace preguntas.
   Colombe está convencida de que contar
estas cosas hace de ella una «chica liberada nada estrecha que aborda el sexo con naturalidad». Pero se le olvida que si me cuenta esta historia sólo lo hace para escandalizarme, y que además tiene un contenido nada anodino. Primero, porque para alguien como yo que piensa que el hombre es un animal, la sexualidad no es un tema escabroso sino una cuestión científica. Me parece apasionante. Y segundo, os recuerdo a todos que Colombe se lava las manos tres veces al día y chilla a la menor sospecha de pelo invisible en la ducha (siendo los pelos visibles más improbables). No sé por qué, pero me parece que esto encaja mucho con la
sexualidad de las abejas reina.
   Pero sobre todo, es curioso cómo interpretan los hombres la naturaleza y
creen poder sustraerse a ella. Si Colombe cuenta así esta historia, es porque piensa que no le concierne. Si se mofa del patético retozar de los zánganos, es porque está convencida de no compartir su destino.
   Pero yo, en cambio, no veo nada
chocante ni subido de tono en el vuelo
nupcial de las abejas reina ni en el destino de los zánganos porque me siento profundamente semejante a todos estos animales, aunque mis costumbres
difieran de las suyas. Vivir, alimentarse,
reproducirse, llevar a cabo la tarea para
la cual uno ha nacido y morir: no tiene
ningún sentido, es cierto, pero así son
las cosas. Qué arrogancia esta de los
hombres que piensan que pueden forzar
la naturaleza, escapar a su destino de
insignificancias biológicas... Y qué ceguera tienen también con respecto a la crueldad o la violencia de sus propias maneras de vivir, de amar, de reproducirse y de hacer la guerra a sus semejantes...
   Yo en cambio pienso que sólo se puede hacer una cosa: dar con la tarea para la cual hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas, sin buscarle tres pies al gato y sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo de divino. Sólo así tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el
momento en que venga a buscarnos la
muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora