Debo confesar de antemano que
tengo la vejiga pequeña. ¿Cómo explicar
si no que la más mínima taza de té me
mande sin demora al excusado, y que
una tetera me haga reiterar el
desplazamiento proporcionalmente a su
capacidad? Manuela es un verdadero
camello: retiene lo que bebe durante horas y se toma despacito sus frutos
secos con chocolate sin moverse de la
silla, mientras que yo efectúo numerosas y patéticas idas y venidas al retrete. Pero en tales ocasiones estoy en mi casa y, en mis sesenta metros cuadrados, el cuarto de baño, que nunca queda muy lejos, ocupa un lugar que conozco hace mucho tiempo.
Sin embargo, resulta que en este
momento acaba de manifestárseme mi
vejiga pequeña y, plenamente consciente de los litros de té consumidos por la
tarde, he de escuchar su mensaje:
autonomía reducida. ¿Cómo se pregunta esto en las altas esferas? —¿Dónde está
el tigre? —no me parece curiosamente
la manera más idónea.
Al contrario: —¿Querría indicarme
dónde está el lugar? —aunque delicada
en el esfuerzo de no nombrar la cosa, se
expone a la incomprensión y, por ello, a
una vergüenza duplicada.
—Tengo ganas de hacer pis —sobrio e informativo, no se dice en la mesa ni a
un desconocido. —¿Dónde está el aseo?
—no me termina de convencer. Es una
pregunta fría, con un tufillo a restaurante de provincias.
Ésta me gusta bastante: —¿Dónde están los servicios? —porque hay en esta denominación, los servicios, un plural que exhala infancia y cabaña en el fondo del jardín. Pero entraña también una connotación inefable de mal olor.
Entonces atraviesa mi mente una idea genial.
—Los ramen son una preparación a base de tallarines y de caldo de origen
chino, que los japoneses suelen tomar
para almorzar —está diciendo el señor
Ozu, levantando en el aire una cantidad
impresionante de fideos que acaba de
mojar en agua fría.
—Disculpe, ¿me dice dónde está el
tocador, si es tan amable? —es la única
respuesta que se me ocurre darle. Es, reconozco, ligeramente abrupta.
—Oh, lo siento mucho, no se lo he
indicado —dice el señor Ozu, con total
naturalidad—. La puerta que está a su
espalda y, después, en el pasillo, la
segunda puerta a la derecha. ¿Podría ser todo así de sencillo siempre?
Se ve que no.Diario del movimiento del
mundo n° 6¿Braga o Van Gogh?
Hoy he ido con mamá a las rebajas
de la calle Saint-Honoré. Un infierno.
Había cola delante de algunas tiendas. Y
supongo que os imagináis qué tipo de
tiendas hay en la calle Saint-Honoré:
mostrarse tan tenaz para comprar
rebajados pañuelos o guantes que, aun
así, siguen valiendo lo que un Van Gogh
deja flipado a cualquiera. Pero las
señoras se emplean en la tarea con una
pasión furiosa. E incluso con cierta falta
de elegancia.
Pero tampoco puedo quejarme del todo del día porque he podido observar un movimiento muy interesante aunque, por desgracia, muy poco estético. A cambio de eso, ha sido muy intenso, ¡eso desde luego! Y también divertido. O
trágico, no sabría deciros. De hecho,
desde que empecé este diario, he tenido
que abandonar bastantes ilusiones. Partí con la idea de descubrir la armonía del
movimiento del mundo, para terminar
desembocando en unas señoras que se
pelean por una braga de encaje. Pero
bueno... Creo que, de todas maneras, no
creía mucho en todo esto, de modo que,
ya puestos, tampoco pasa nada por que
me divierta un poco...
Esto es lo que ha ocurrido: he entrado con mamá en una tienda de lencería fina. Lo de lencería fina ya es un nombre de por sí interesante. Porque si no, ¿qué sería? ¿Lencería gruesa? Bueno, en realidad quiere decir lencería sexy; vamos, que no encontraréis en esta
tienda las bragas caladas de algodón de
toda la vida que llevaban nuestras
abuelas. Pero por supuesto, como es en
la calle SaintHonoré, es sexy pero sexy
chic, con picardías de encaje hecho a
mano, tangas de seda y saltos de cama
de casimir peinado. No hemos tenido
que hacer cola para entrar, pero para el
caso es lo mismo, porque dentro había
más gente que en la guerra. Me he
sentido como si me estuviera metiendo a presión en una máquina secadora. Y la
guinda ya ha sido que a mamá enseguida se le ha caído la baba cuando se ha
puesto a hurgar en un montón de tops de colores extraños (negros y rojos o azul
petróleo). Me he preguntado dónde
podía esconderme para guarecerme
hasta que encontrara (era mi pequeña
esperanza) un pijama de felpa, y me he
escabullido detrás de los probadores.
No estaba sola: allí ya había un hombre,
el único hombre de toda la tienda, con
un aire tan triste como el de Neptune
cuando le arrebatan el trasero de Athéna. Ésa es la parte mala del «te
quiero, cariño». El desgraciado se deja
embarcar en una sesión de pruebas de
tops lenceros y va a parar a territorio
enemigo, con treinta hembras en trance
que lo pisan y lo fusilan con la mirada
sea cual sea el lugar donde intente
aparcar su engorrosa carcasa de hombre. En cuanto a su dulce amiga, hela aquí metamorfoseada en furia vengadora dispuesta a matar por un tanga rosa fucsia.
Le he lanzado una mirada de simpatía, a la que ha contestado con una de animal acorralado.
Desde donde me encontraba, tenía un
panorama inmejorable sobre la tienda
entera y sobre mamá, que se estaba
volviendo loca por una especie de sujetador muy, muy, muy pequeño con
encaje blanco (algo es algo) pero
también unos enormes floripondios
malvas. Mi madre tiene cuarenta y cinco años y le sobran unos kilitos, pero el
floripondio malva no la asusta; en cambio, la sobriedad y la elegancia del
beis liso la paralizan de terror. Bueno,
total, que aquí está mamá extirpando a
duras penas de un expositor un mini
sujetador floral que estima de su talla y
una braga a juego, tres estantes más
abajo. Tira de ella con convicción pero,
de pronto, frunce el ceño: y es que en el
otro extremo de la braga hay otra señora, que también tira de ella y frunce
asimismo el ceño. Se miran las dos,
miran el expositor, constatan que la
braga de marras es la última superviviente de una larga mañana de
rebajas y se preparan para la batalla a la vez que se dedican la una a la otra una
sonrisa de oreja a oreja.
Y éstas son las primicias del movimiento interesante: una braga de
ciento treinta euros no mide al fin y al
cabo más que unos centímetros de encaje ultrafino. Hay pues que sonreír al adversario, agarrar bien la braga y tirar
de ella hacia sí poniendo cuidado de no
romperla. Os lo digo tal cual lo pienso:
si, en nuestro universo, las leyes de la
física son constantes, entonces esto no es posible.
Después de varios segundos de
intentos infructuosos, nuestras señoras
dicen amén a Newton pero no renuncian. Hay pues que proseguir la guerra de otra manera, es decir la diplomacia (una de
las citas preferidas de papá). Ello
provoca el siguiente movimiento
interesante: hay que hacer como que se
ignora que se está tirando firmemente de la braga y fingir que uno la pide
cortésmente con palabras. He aquí pues
a mamá y a la señora que, de golpe, ya
no tienen mano derecha, la que sostiene
la braga. Es como si no existiera, como
si la señora y mamá hablaran
tranquilamente de una braga que sigue en el expositor, una braga de la que nadie trata de apoderarse por la fuerza.
¿Dónde está la mano derecha? ¡Ffffiu!
¡Desaparecida! ¡Volatilizada! ¡Le ha
cedido el paso a la diplomacia!
Como todo el mundo sabe, la
diplomacia fracasa siempre cuando las
fuerzas que se enfrentan están
equilibradas. Nunca se ha visto a uno
más fuerte aceptar las propuestas
diplomáticas del más débil. Así, los
portavoces que han empezado al unísono con un: «Disculpe, señora, pero me parece que he sido más rápida que
usted» no consiguen gran cosa. Cuando
me acerco a mamá, ya estamos en: «No
pienso soltarla» y es fácil dar crédito a
ambas beligerantes.
Por supuesto, mamá ha terminado
perdiendo: al acercarme para ponerme a su lado, ha recordado que es una madre
de familia respetable y que no le era
posible, sin menoscabo de su dignidad,
lanzar despedida la mano izquierda
contra la cara de la otra señora. Ha
recuperado pues el uso de la mano
derecha y ha soltado la braga. Resultado
de la mañana de compras: una se ha
marchado con la braga, la otra, con el
sujetador. Mamá estaba de un humor de
perros durante la cena. Cuando papá le
ha preguntado qué le pasaba, ha
contestado: «Tú que eres diputado,
deberías estar más atento al declive de
las mentalidades y de la buena
educación.»
Pero volvamos al movimiento
interesante: dos señoras en perfecta
salud mental que de repente ya no
conocen una parte de su cuerpo. Ello da
como resultado algo muy extraño de ver: como si hubiera una fractura en la
realidad, un agujero negro que se abre
en el espacio y en el tiempo, como en
una novela de SF [ciencia-ficción]. Un
movimiento negativo, vaya, una especie
de gesto hueco.
Y me he dicho: si uno puede fingir que ignora que tiene una mano derecha, ¿qué otra cosa puede fingir que ignora
tener? ¿Se puede tener un corazón
negativo, un alma hueca?
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.