Pero ¿creen que todo esto interesa a
nuestra aspirante a la gloria intelectual?
¡Qué va!
Colombe Josse, que por la Belleza o el destino de las mesas no tiene ninguna
consideración lógica, se empeña en
explorar el pensamiento teológico de
Ockham al capricho de melindres semánticos carentes de interés. Lo más
notable es la intención que preside la
empresa: se trata de hacer de las tesis
filosóficas de Ockham la consecuencia
de su concepción de la acción de Dios,
relegando sus años de labor filosófica al
rango de excrecencias secundarias de su
pensamiento teológico. Es sideral,
embriagador como un mal vino y sobre
todo muy revelador acerca del
funcionamiento de la Universidad: si
quieres hacer carrera, coge un texto
marginal y exótico (la Suma de lógica de
Guillermo de Ockham) todavía poco
explorado, insulta su sentido literal
buscando en él una intención que el propio autor no había visto (pues todo el
mundo sabe que la inconsciencia en
materia de concepto es mucho más
poderosa que todos los designios
conscientes), defórmala hasta el punto
de que parezca una tesis original (es el
poder absoluto de Dios, que funda un
análisis lógico cuyas repercusiones
filosóficas se pasan por alto), quema al
hacerlo todos tus iconos (el ateísmo, la
fe en la Razón contra la razón de la fe, el
amor por la sabiduría y otras fruslerías
que tanto gustan a los socialistas),
dedica un año de tu vida a este
jueguecito indigno a expensas de una
colectividad a la que sacas de la cama a
las siete y envíale un mensajero a tu
director de investigación.
¿Para qué sirve la inteligencia si no
es para servir? Y no hablo de esta falsa
servidumbre que es la de los altos
funcionarios y que exhiben con orgullo
como señal de su virtud: ésta es una
humildad de fachada que no es sino
vanidad y desdén. Ataviado cada
mañana con la ostentosa modestia del
gran servidor, hace tiempo que Étienne
de Broglie me ha convencido del orgullo
de su casta. Al contrario, los privilegios
dan auténticos deberes. Pertenecer al
pequeño cenáculo cerrado de la élite es
deber servir a la medida de la gloria y de la holgura en la existencia material
que se cosecha como premio por esta
pertenencia. ¿Soy yo como Colombe
Josse, una joven alumna de la École
Nórmale Supérieure, con un porvenir
abierto? Debo preocuparme del progreso de la Humanidad, de la resolución de problemas cruciales para la supervivencia, del bienestar o la elevación del género humano, del advenimiento de la Belleza en el mundo o de la cruzada justa por la autenticidad filosófica. No es un sacerdocio, hay donde elegir, los ámbitos son amplios.
No se entra en la filosofía como en el
seminario, con un credo por espada y una vía única por destino. ¿Se trabaja sobre Platón, Epicuro, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel o incluso Husserl? ¿Sobre la estética la política, la moral, la epistemología y la metafísica? ¿Se dedica uno a la enseñanza, a la elaboración de una obra, a la investigación, a la Cultura? Tanto da, es
indiferente. Ya que, en una disciplina
como ésta, sólo importa la intención:
elevar el pensamiento, contribuir al
interés común o bien unirse a una escolástica que no tiene más objeto que
su propia perpetuación ni más función
que la auto reproducción de élites estériles —lo que convierte a la Universidad en una secta.Idea profunda nº14
Ve al salón de té Angelina
para saber
por qué arreglen los coches¡Hoy ha ocurrido algo apasionante! He ido a la portería de la señora Michel para pedirle que llevara a casa un sobre para Colombe, que le iban a traer por mensajero. Se trata de su tesina de máster sobre Guillermo de Ockham, un primer borrador que su director ha tenido que leer y que luego le va a hacer
llegar con sus anotaciones. Lo divertido
ha sido que la señora Michel ha echado
a Colombe porque ha llamado a su puerta a las siete para pedirle que le llevara el sobre a casa. La señora Michel ha debido de cantarle las cuarenta (la portería abre a las ocho), porque Colombe ha vuelto a casa como una fiera, chillando que la portera era una vieja cascarrabias y que habráse visto, ¿quién se cree que es? De pronto parece que mamá se ha acordado de que sí, en efecto, en un país desarrollado y civilizado no se molesta a las porteras a cualquier hora del día y de la noche (ojalá lo hubiera recordado antes de que llegara a bajar Colombe), pero eso no ha tranquilizado a mi hermana, que ha seguido berreando que porque se hubiera equivocado de horario eso no le daba derecho a esa desgraciada a darle con la puerta en las narices. Mamá ha
hecho como si no pasara nada. Si Colombe fuera mi hija (Darwin me libre), yo le habría pegado un par de tortas.
Diez minutos más tarde, Colombe ha venido a mi cuarto con una sonrisita obsequiosa. Eso sí que no puedo soportarlo. Antes prefiero que me grite.«Paloma bonita, ¿te importa hacerme un favor enorme?», me ha dicho, haciéndome la pelota. «Paso», le
he contestado yo. Ha respirado bien hondo lamentando que yo no sea su esclava personal —me habría podido mandar azotar—y eso le habría hecho sentirse mucho mejor, «esta mocosa me pone de los nervios», habría dicho para sus adentros —.«Quiero un trato», he añadido. «Si ni siquiera sabes lo que quiero pedirte», me ha replicado con un tonillo despectivo. «Quieres que vaya a ver a la señora Michel», le he dicho yo.
Se ha quedado con dos palmos de narices. A fuerza de decirse que soy retrasada mental, termina por creérselo. «Vale, voy, pero a cambio de que no pongas la música alta en tu cuarto durante un mes.» «Una semana», ha querido negociar Colombe. «Entonces no voy», le he contestado yo. «Vale», se ha rendido ella, «ve a ver a
esta vieja podrida y dile que me traiga a
casa el sobre de Marian en cuanto se lo
dejen en la portería». Y se ha marchado
dando un portazo.
He ido pues a ver a la señora Michel y me ha invitado a tomar un té.
Por ahora, la estoy analizando. No he dicho gran cosa. Me ha mirado de una
forma extraña, como si me viera por
primera vez. No ha dicho nada de Colombe. Si fuera una portera de verdad, habría dicho algo así como: «Hay que ver tu hermana, no son formas, ¿eh?, debería mostrar un poco de respeto.» En lugar de eso, me ha ofrecido una taza de té y me ha hablado con mucha educación, como si yo fuera una persona de verdad.
En la portería estaba encendida la televisión. Pero ella no la estaba viendo.
Había un reportaje sobre los jóvenes que queman coches en los suburbios de París. Al ver las imágenes, me he preguntado: «¿qué puede llevar a un joven a quemar un coche?, ¿qué será lo que le pasa por la cabeza para llegar a hacer algo así?» Y entonces a continuación se me ha ocurrido esta idea: ¿Y yo? ¿Por qué quiero yo
prenderle fuego a mi casa? Los periodistas hablan del paro y de la pobreza, yo hablo del egoísmo y de la falsedad de la familia. Pero son tonterías. Siempre ha habido paro,
pobreza y familias que no valen para
nada. Y sin embargo, ¡no se queman
coches o casas todos los días! Me he
dicho que, al final, todo eso eran falsos
motivos. ¿Por qué se quema un coche? ¿Por qué quiero prenderle fuego a mi
casa?
No he obtenido respuesta a mi pregunta hasta que me he ido de compras con mi tía Hélène, la hermana de mamá, y mi prima Sophie. Queríamos ir a comprarle un regalo a mamá por su cumpleaños, que vamos a celebrar el domingo que viene. Hemos puesto como excusa que nos íbamos juntas al museo Dapper, pero en realidad nos hemos ido a recorrer las tiendas de decoración de los distritos II y VIII. La idea era encontrar un paragüero y de paso comprar también mi regalo.
En cuanto a lo del paragüero, ha sido interminable. Nos hemos tirado tres
horas cuando, para mí, todos los que
hemos visto eran estrictamente idénticos: o bien cilindros de lo más sosos, o bien unos chismes con herrajes en plan antigualla. Todos con unos precios por las nubes. ¿No os chirría un poco la idea de que un paragüero pueda costar doscientos noventa y nueve euros?
Pues eso es lo que ha pagado Hélène
por un chisme pretencioso de «cuero
envejecido» (sí, una porra: restregado
con un cepillo de metal y punto) con costuras en plan silla de caballo, como
si viviéramos en una remonta. Yo le he comprado a mamá en una tienda asiática
un pastillero de madera lacada negra
para que guarde dentro sus somníferos.
Treinta euros. A mí eso ya me parecía
muy caro, pero Hélène me ha preguntado
si quería añadir algo al regalo, puesto
que era tan poquita cosa. El marido de
Hélène es gastroenterólogo y os puedo
asegurar que en el reino de los médicos,
el gastroenterólogo no es ni mucho menos el último mono... Pero aun así me caen bien Hélène y Claude porque son... pues el caso es que no sé muy bien cómo explicarlo... íntegros, sí, eso, son íntegros. Están contentos con sus vidas, creo; bueno, al menos no juegan a ser lo que no son. Y tienen a Sophie. Mi prima Sophie está aquejada de síndrome de Down. No va conmigo extasiarme ante los mongólicos como piensa mi familia que está bien hacer (incluso Colombe se presta a ello). El discurso consensuado es: tienen una minusvalía, pero ¡son tan entrañables, tan cariñosos, tan conmovedores!Personalmente, la presencia de Sophie se me hace bastante penosa: babea, grita, se pone de morros, coge rabietas y no entiende nada. Pero no quiere decir que no apruebe a Hélène y a Claude. Ellos mismos dicen que es una niña difícil y que es un horror tener una hija con síndrome de Down, pero la quieren y se ocupan muy bien de ella, me parece a mí. Eso, más su carácter íntegro, hace que me caigan muy bien. Ver a mamá, que juega a ser una mujer moderna a gusto consigo misma, o a
Jacinthe Rosen, que juega a ser una
burguesa de pura cepa, hace que Hélène,
que no juega a nada de nada y está
contenta con lo que tiene, resulte de lo
más simpática.
Pero bueno, total, que después del circo del paragüero, hemos ido a tomar un chocolate con bizcocho a Angelina, el salón de té de la calle de Rivoli. Me diréis que no puede haber nada más alejado de la temática «jóvenes de los suburbios que queman coches». ¡Pues bien, estáis muy equivocados! He visto algo en Angelina que me ha hecho comprender ciertas otras cosas. En la mesa junto a la nuestra había una Pareja con un bebé. Una pareja de blancos con un bebé asiático, un niño que se llamaba Théo. Hélène y ellos se han caído bien y han pegado la hebra un poco. Se han
caído bien por ser los tres los padres de
un niño diferente, por supuesto, por eso
se han reconocido y han entablado
conversación. Nos hemos enterado de
que Théo era un niño adoptado, que tenía quince meses cuando lo trajeron de
Tailandia, que sus padres habían muerto
en el tsunami, así como todos sus
hermanos. Yo miraba a mi alrededor y
me preguntaba: ¿cómo se las va a apañar? Estábamos en Angelina, al fin y al cabo: todas esas personas bien vestidas, que paladeaban con aire afectado unos dulces birriosos y que no estaban ahí más que por... pues por la significación del lugar, la pertenencia a cierto mundo, con sus creencias, sus códigos, sus proyectos, su historia, etc. Algo simbólico, vaya. Cuando se toma el té en Angelina, se está en Francia, en un mundo rico, jerarquizado, racional, cartesiano, regulado. ¿Cómo se las va a apañar el pequeño Théo? Ha pasado los primeros meses de su vida en una aldea de pescadores en Tailandia, en un mundo oriental, dominado por valores y
emociones propias donde la pertenencia
simbólica quizá se ponga en práctica en
las fiestas del pueblo cuando se honra al
dios de la Lluvia, en el que los niños viven inmersos en creencias mágicas, etc. Y de repente helo aquí en Francia, en París, en Angelina, inmerso sin transición en una cultura diferente y en una posición que ha cambiado de manera radical: de Asia a Europa, del mundo de los pobres al de los ricos.
Entonces, de repente, me he dicho: quizá, dentro de unos años, Théo tenga ganas de quemar coches. Porque es un gesto de rabia y de frustración, y quizá la rabia y la frustración más grandes no sean el paro, ni la pobreza ni la ausencia de futuro; quizá sea el sentimiento de no
tener cultura porque se está dividido
entre varias culturas, entre símbolos
incompatibles. ¿Cómo existir si uno no
sabe dónde está? ¿Si tiene que asumir a
la vez una cultura de pescadores
tailandeses y otra de grandes burgueses
parisinos? ¿De hijos de inmigrantes y de
miembros de una gran nación conservadora? Entonces uno quema coches porque cuando no se tiene cultura, uno deja de ser un animal civilizado y pasa a ser un animal salvaje. Y un animal salvaje quema, mata y pilla.
Sé que no es muy profundo, pero
después de esto al menos sí se me ha
ocurrido una idea profunda, cuando me
he preguntado: ¿Y yo? ¿Cuál es mi
problema cultural? ¿De qué manera
estoy yo dividida entre distintas creencias incompatibles? ¿Qué me hace ser un animal salvaje?
Entonces, he tenido una iluminación:
me he acordado de los cuidados conjuradores que prodiga mamá a las plantas, las manías fóbicas de Colombe, la angustia de papá porque la abuelita está en una residencia y todo un montón
más de hechos como éstos. Mamá cree
que se puede conjurar el destino a golpe
de regadera; Colombe, que se puede alejar la angustia lavándose las manos; y papá, que es un mal hijo que recibirá su castigo por haber abandonado a su madre: a fin de cuentas, tienen creencias mágicas, creencias de hombres primitivos, pero, al contrario que los pescadores tailandeses, no pueden asumirlas porque son franceses cultos, ricos y cartesianos.
Y quizá yo sea la mayor víctima de esta contradicción porque, por una razón
desconocida, soy hipersensible a todo lo
disonante, como si tuviera una especie
de oído absoluto para las notas desafinadas, para las contradicciones.
Esta contradicción y todas las demás...
Y, por consiguiente, no me reconozco en
ninguna creencia, en ninguna de esas culturas familiares incoherentes.
Quizá yo sea el síntoma de la contradicción familiar y, Por lo tanto, la
que tiene que desaparecer para que la familla esté bien.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.