De la gramática

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                                   Infinitesimal

   Esta mañana, Jacinthe Rosen me ha
presentado al nuevo propietario del piso
de los Arthens. Se llama Kakuro No Sé Qué. No me he enterado bien porque la señora Rosen
siempre habla como si tuviera una patata
en la boca, y porque justo en ese momento se ha abierto la reja del ascensor y ha pasado el señor Pallières, el padre, vestido de morgue de los pies a la cabeza. Nos ha dirigido un breve
saludo y se ha alejado con su paso brusco de industrial con prisa.
   El nuevo es un señor de unos sesenta años, muy presentable y muy japonés. Es más bien bajito, delgado, con un rostro lleno de arrugas pero de expresión clara. Toda su persona irradia amabilidad, pero yo percibo también
decisión, alegría y fuerza de voluntad.
   Por ahora aguanta sin pestañear el parloteo pitiático de Jacinthe Rosen, que parece una gallina ante un gran montón de grano.
   —Buenos días, señora —han sido sus primeras y únicas palabras, en un francés sin acento.
   Yo me he ataviado con mi máscara de portera medio estúpida. Pues se trata de un nuevo residente a quien la fuerza de la costumbre no dicta aún la certeza de mi ineptitud, y con el que debo desarrollar esfuerzos pedagógicos
especiales. Me limito pues a unos «sí, sí» asténicos como respuesta a las salvas histéricas de Jacinthe Rosen.
—Ya le enseñará usted al señor señor No
Sé Qué (¿Shu?) las zonas comunes. — ¿Puede explicarle al señor No Sé Qué (¿Pshu?) cómo funciona el reparto del correo?
   —El viernes vendrá un equipo de decoradores. ¿Podría estar al tanto para avisar al señor No Sé Qué (¿Opshu?) entre las diez y las diez y media?
   Etc.
   El señor No Sé Qué no da muestras de impaciencia y aguarda cortésmente,
mirándome con una sonrisita amable.
Considero que todo está saliendo muy bien. Sólo hay que esperar hasta que la señora Rosen se canse, y entonces podré volver a mi antro.
   Hasta que ocurre lo siguiente.
   —El felpudo que estaba delante de la puerta de los Arthens no se ha limpiado. ¿Puede paliar a ello? —me pregunta la gallina. ¿Por qué siempre ha de convertirse la comedia en tragedia? Desde luego, yo misma recurro a veces al error, pero para emplearlo como
arma.
   «¿Cree usted de que es un infarto?», le había preguntado a Chabrot para distraerlo de mis modales extraños e inesperados.
    No soy pues tan sensible como para que una desviación menor del buen uso me haga perder la razón. Hay que conceder a los demás lo que uno se permite a sí mismo; además, Jacinthe
Rosen y su patata en la boca nacieron en
provincias, en una modesta torre de pisos con escaleras no muy limpias, por lo que tengo con ella una indulgencia que no merece en cambio la señora «podría usted coma recibir y firmar en mi nombre».
   Y sin embargo, he aquí la tragedia: he dado un respingo al oír lo de «paliar a ello» en el preciso momento en el que el señor No Sé Qué daba también un respingo, y nuestras miradas se han cruzado. Desde esa infinitesimal porción
de tiempo en que, estoy segura, hemos
sido hermanos de lengua en el sufrimiento común que nos atenazaba y, haciendo temblar nuestro cuerpo, manifestaba ante el mundo nuestro desasosiego, el señor No Sé Qué me
mira con ojos muy diferentes.
   Unos ojos alerta.
   Y he aquí que me dirige la palabra.
—¿Conocía usted a los Arthens? Tengo
entendido que era una familia muy especial —me dice.
   —No —le contesto, precavida—, no
los conocía mucho; era una familia como
las demás de esta casa.
   —Sí, una familia feliz —interviene la señora Rosen, que se impacienta a ojos vistas. —¿Sabe?, todas las familias felices se parecen —mascullo para ventilar el asunto—, no hay nada que decir de ellas.
   —Pero las familias desdichadas lo son cada una a su manera —me contesta, mirándome con una expresión extraña y, de repente, aunque no por primera vez, me estremezco.
   Sí, lo juro. Me estremezco, pero como sin darme cuenta. Se me ha escapado, no lo he podido evitar, la situación me ha superado.
   Como las desgracias nunca vienen solas, León elige ese momento preciso para escabullirse entre nuestras piernas, rozando de paso las del señor No Sé Qué en una actitud cordial.
   —Tengo dos gatos —me dice—.
   ¿Puedo preguntarle cómo se llama el suyo?
   —León —responde en mi lugar Jacinthe Rosen que, zanjando así nuestra conversación, toma al señor No Sé Qué del brazo y, dándome las gracias sin mirarme, procede a guiarlo hasta el
ascensor.
   Con una delicadeza infinita, éste apoya la mano sobre su antebrazo y la inmoviliza sin brusquedad.
   —Gracias, señora —me dice, antes de dejarse arrastrar por su posesiva gallina.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora