En el imaginario colectivo, la pareja de porteros, dúo fusionado compuesto de entidades tan insignificantes que sólo su unión las revela, es dueña a la fuerza de un caniche. Como todo el mundo
sabe, los caniches son una clase de perros de pelo rizado cuyos amos suelen ser jubilados adeptos del poujadismo, señoras muy solas que hacen trasvase de
cariño sobre el animal o conserjes de finca urbana agazapados en sus lúgubres
porterías. Pueden ser negros o color albaricoque. Los segundos son más agresivos que los primeros, pero éstos huelen peor que aquéllos. Todos los
caniches ladran con acritud a la menor ocasión, pero sobre todo cuando no ocurre nada. Siguen a su amo trotando sobre sus cuatro patas rígidas, sin mover
el resto de su tronquito en forma de salchicha. Sobre todo, tienen unos ojillos negros y malvados, hundidos en unas órbitas insignificantes. Los
caniches son feos y tontos, sumisos y fanfarrones. Así son los caniches.
Por ello la pareja de porteros, metaforizada en su totémico can, parece privada de tales pasiones como el amor
y el deseo y, como el propio tótem, destinada a ser por siempre fea, tonta, sumisa y fanfarrona. Si bien ocurre que
en ciertas novelas los príncipes se enamoren de las obreras o de las princesas de las galeras, nunca se da el caso, entre un portero y otro, incluso de
sexos opuestos, de romances como los que viven los demás y que merecerían relatarse en alguna parte.
No sólo no tuvimos nunca ningún caniche, sino que también creo poder decir que nuestro matrimonio fue feliz.
Con mi marido pude ser yo misma. Recuerdo con nostalgia las mañanas de domingo, esas benditas mañanas pues eran las del descanso, en las que, en la
cocina silenciosa, él se tomaba su café mientras yo leía. Me casé con él a los diecisiete años, después de un cortejo
breve pero adecuado. Trabajaba en la fábrica, como mis hermanos mayores, y a la salida a veces se venía con ellos a
casa para tomar un café o una copita de licor. Por desgracia, yo era fea. Sin embargo, ello no habría sido en absoluto
decisivo si mi fealdad hubiera sido como la de las demás. Pero mi fealdad tenía la crueldad de que era sólo mía y de que, despojándome de toda frescura
cuando aún no era siquiera una mujer, a los quince años me confería ya la apariencia que tendría a los cincuenta. La espalda encorvada, la cintura ancha, las piernas cortas, los pies torcidos, el vello abundante, los rasgos toscos, en fin, sin gracia ni contornos, se me podrían haber perdonado en beneficio del encanto propio de toda juventud, aun ingrata; pero, en lugar de eso, a los veinte años yo ya parecía una vieja pretenciosa y aburrida.
Por ello, cuando las intenciones de mi futuro marido se precisaron, y ya no me fue posible ignorarlas, me abrí a él, hablando por vez primera con franqueza a alguien que no fuera yo misma, y le confesé mi perplejidad ante la idea de
que pudiera querer casarse conmigo. Era sincera. Hacía tiempo que me había acostumbrado a la perspectiva de una vida solitaria. Ser pobre, fea y, por añadidura, inteligente, condena en nuestras sociedades a trayectorias sombrías y desengañadas a las que más
vale resignarse lo antes posible. A la belleza se le perdona todo, incluso la
vulgaridad. La inteligencia ya no se ve como una justa compensación de las cosas, una manera de restablecer el equilibrio que la naturaleza ofrece a los menos favorecidos de entre sus hijos, sino como un juguete superfiuo que
realza el valor de la joya. En cuanto a la fealdad, siempre se la considera culpable, y yo estaba condenada a ese
destino trágico con el dolor que precisamente me confería mi lucidez.
—Renée —me respondió él con toda la seriedad de la que era capaz, y agotando en esa larga parrafada toda la facundia que ya nunca más habría de desplegar—, Renée, yo no quiero por mujer a una de esas ingenuas que en el fondo no son sino unas desvergonzadas y, detrás de su cara bonita, no tienen más cerebro que un mosquito. Quiero una mujer fiel, una buena esposa, una buena madre y una buena ama de casa. Quiero una compañera apacible y segura que permanecerá a mi lado para apoyarme. A cambio, de mí puedes esperar que sea serio en el trabajo, tranquilo en el hogar y tierno cuando convenga serlo. No soy un mal hombre y lo haré lo mejor que pueda. Y así lo hizo.
Bajito y enjuto como la cepa de un olmo, tenía no obstante una expresión agradable, por lo general sonriente. No bebía, no fumaba, no mascaba tabaco y
no apostaba. En casa, después de trabajar, veía la televisión, hojeaba revistas de pesca o jugaba a las cartas
con los amigos de la fábrica. De carácter muy sociable, invitaba a la gente a nuestra casa con frecuencia. Los
domingos se iba de pesca. En cuanto a mí, me ocupaba sólo de las tareas del hogar, pues se oponía a que lo hiciera en
casas ajenas.
No le faltaba inteligencia, no obstante no fuera ésta de la clase que valora el genio social. Si bien sus competencias se limitaban al terreno de lo manual, desplegaba en éste un talento
que no respondía únicamente a aptitudes motoras y, pese a ser inculto, abordaba todas las cosas con ese ingenio que, en
los trabajos manuales, distingue a los laboriosos de los artistas y, en la conversación, informa que el saber no lo
es todo. Resignada desde tan tierna edad a una existencia de monja, me parecía pues bien clemente que el Cielo hubiera
puesto entre mis manos de esposa un compañero de tan agradables modales y que, sin ser un intelectual, no era por ello menos listo.
Me podría haber tocado en suerte un Grelier.
Bernard Grelier es uno de los pocos seres del número 7 de la calle Grenelle con el cual no temo delatarme. Poco importa que le diga: «Guerra y Paz es la
puesta en escena de una visión
determinista de la historia» o «Conviene que engrase los goznes del cuartito de la
basura», no otorgará más sentido a una frase o a otra, ni tampoco menos. Me pregunto incluso por qué inexplicado
milagro la segunda exhortación llega a desencadenar en él un principio de acción. ¿Cómo se puede hacer lo que no se comprende? Sin duda este tipo de proposiciones no requiere tratamiento racional alguno y, al igual que esos estímulos que, sucediéndose sin tregua
en la médula espinal, desencadenan el reflejo sin solicitar la intervención del
cerebro, la exhortación de engrasar quizá no sea más que una solicitación mecánica que pone los miembros en movimiento sin que concurra el espíritu.
Bernard Grelier es el marido de Violette Grelier, la «gobernanta» de los Arthens. Contratada treinta años antes
como simple criada, había ido
ascendiendo en categoría a medida que los señores se iban enriqueciendo y, aupada ya a la función de gobernanta, soberana de un irrisorio reino compuesto por la asistenta (Manuela),
un mayordomo ocasional (inglés) y un mozo para tareas varias (su marido), tenía por el pueblo llano el mismo desprecio que los grandes burgueses de
sus jefes. De la mañana a la noche parloteaba como una cotorra, se afanaba aquí y allá, dándose mucho pisto, reñía a los criados como en los tiempos dorados de Versalles y mortificaba a Manuela con pontificales discursos
sobre el amor al trabajo bien hecho y el declive de los buenos modales.
—Ésta en cambio no ha leído a Marx —me dijo un día Manuela.
La pertinencia de esta constatación, por parte de una portuguesa de pro poco versada sin embargo en el estudio de los filósofos, me llamó la atención. No, desde luego que Violette Grelier no había leído a Marx, debido a que no figuraba en ninguna lista de productos
limpiadores para la plata de los ricos. El precio de esa laguna era la herencia de una vida cotidiana adornada por
interminables catálogos que hablaban de almidón y de trapos de lino.
La mía había sido pues una buena boda.
Además, no tardé mucho en
confesarle a mi marido mi gran pecado.Idea profunda nº2
El gato de aquí abajo
ese tótem moderno
y a ratos decorativoAsí por lo menos ocurre en mi casa. Si se quiere comprender a nuestra familia, basta con observar a los gatos. Nuestros gatos son dos grandes odres
atiborrados de croquetas de lujo que no tienen ninguna interacción interesante con las personas. Se arrastran de un sofá a otro, dejándolo todo perdido de pelos, y nadie parece haber comprendido que
no sienten el más mínimo afecto por nadie. El único interés que presentan los gatos es el de ser objetos decorativos con capacidad de movimiento, un
concepto que encuentro intelectualmente interesante, pero a los nuestros les
cuelga demasiado la barriga como para que pueda aplicárseles.
Mamá, que se ha leído toda la obra de Balzac y cita a Flaubert en cada cena, demuestra hasta qué punto la educación es una auténtica tomadura de pelo. Basta
observarla con los gatos. Es vagamente consciente de su potencial decorativo, pero se obstina sin embargo en hablarles como si fueran personas, lo cual no se le
pasaría por la cabeza si se tratara de una lámpara o de una estatuilla etrusca. Parece ser que los niños creen hasta edad avanzada que todo lo que se mueve tiene alma e intención. Mamá ya no es ninguna niña, pero está visto que no alcanza a considerar que Parlamento y
Constitución no tienen más
entendimiento que la aspiradora. Estoy dispuesta a reconocer que la diferencia entre la aspiradora y ellos estriba en que un gato puede sentir dolor y placer. Pero ¿significa eso que tiene más aptitudes
para comunicarse con el ser humano? En absoluto. Ello sólo debería incitarnos a tomar precauciones especiales, como
con un objeto muy frágil. Cuando oigo a mamá decir: «Constitución es una gatita
a la vez muy orgullosa y muy sensible» cuando la gata en cuestión está repanchingada en el sofá porque ha comido demasiado, me dan ganas de
reír. Pero si reflexionamos sobre la hipótesis según la cual el gato tiene como función la de ser un tótem moderno, una suerte de encarnación emblemática y protectora del hogar, reflejando con benevolencia lo que son
los miembros de la familia, la teoría se hace patente. Mamá hace de los gatos lo que le gustaría que fuéramos nosotros y que en absoluto somos. Pocos son menos orgullosos y sensibles que los tres miembros de la familia Josse que me
dispongo a mencionar: papá, mamá y Colombe. Son del todo apáticos y anestesiados, vacíos de emociones.
Resumiendo, yo pienso que el gato es un tótem moderno. Por mucho que se diga, por mucho que se perore sobre la evolución, la civilización y un montón más de palabras que terminan en «ción», el hombre no ha progresado mucho desde sus inicios: sigue pensando que no está aquí por casualidad y que unos dioses en su mayoría benévolos velan por su destino.
ESTÁS LEYENDO
La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.