18 Riabinin

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   Cuando estoy angustiada, me recluyo
en el refugio. No hace falta viajar; me basta ir a las esferas de mi memoria literaria. Pues ¿qué distracción hay más noble, qué compañía más distraída, qué contemplación más deliciosa que la de la literatura?
   Heme pues súbitamente ante un puesto de aceitunas, pensando en Riabinin. ¿Por qué Riabinin?
   Porque Gégène lleva una levita pasada de moda, con los faldones adornados con botones hasta casi abajo del todo, que me ha recordado a Riabinin. En Ana Karenina, Riabinin,
comerciante de madera vestido con levita, va a concluir a casa de Levin, el aristócrata rural, una venta con Esteban Oblonsky, el aristócrata moscovita. El comerciante jura y perjura que Oblonsky sale ganando con la transacción,
mientras que Levin lo acusa de despojar a su amigo de un bosque que vale tres veces más. A esta escena precede un diálogo en el que Levin pregunta a Oblonsky si ha contado los árboles de su bosque.
   «—¡Contar los árboles! —exclama
el aristócrata—. ¡Es como contar granos de arena en el fondo del mar!
   —Seguro que Riabinin los ha contado —replica Levin.»
   Me gusta particularmente esta escena, primero porque se desarrolla en Pokrovskaya, en el campo ruso. Ah, el campo ruso... Tiene ese encanto tan especial de los parajes salvajes y no obstante ligados al hombre por la
solidaridad de esta tierra de la que todos estamos hechos... La escena más hermosa de Ana Karenina transcurre en Pokrovskaya. Levin, sombrío y melancólico, trata de olvidar a Kitty.
Estamos en primavera, y se va a los campos a segar con sus campesinos. La tarea se le antoja al principio demasiado dura. Cuando está a punto de desfallecer, el viejo campesino que
dirige la hilera de segadores ordena descansar. Luego reanudan su tarea. De nuevo, Levin se siente extenuado pero, una vez más, el viejo levanta la guadaña. Descanso. Luego la hilera vuelve a ponerse en marcha, cuarenta
hombretones aplanando los manojos de hierba y avanzando hacia el río mientras se levanta el sol. El calor es cada vez más intenso, Levin tiene los brazos y los hombros empapados en sudor pero, a fuerza de descansar y reanudar la tarea, sus gestos antes torpes y dolorosos se
vuelven cada vez más fluidos. Siente de pronto un agradable frescor en la espalda.
   Lluvia de verano. Poco a poco, libera sus movimientos del obstáculo de la voluntad, entra en el leve trance que confiere a los gestos la perfección de los actos mecánicos y conscientes, sin reflexión ni cálculo, y la guadaña parece manejarse sola mientras Levin saborea el abandono en el movimiento que
convierte el placer de hacer algo
maravillosamente ajeno a los esfuerzos de la voluntad.
   Así ocurre con muchos de los momentos felices de nuestra existencia. Liberados de la carga de la decisión y de la intención, avanzando en nuestros mares interiores, asistimos, como a las acciones de otro, a nuestros distintos movimientos admirando sin embargo su involuntaria excelencia. ¿Qué otra razón podría yo tener para escribir esto, este
irrisorio diario de una portera que se va
haciendo vieja, si la escritura no participara de la misma naturaleza que el arte de la siega? Cuando las líneas se convierten en demiurgo de sí mismas, cuando asisto, como una maravillosa inconsciencia, al nacimiento sobre el papel de frases que escapan a mi voluntad e, inscribiéndose ajenas a ella en el papel, me enseñan lo que no sabía ni creía querer, gozo de este alumbramiento sin dolor, de esta
evidencia no concertada, de seguir sin esfuerzo ni certeza, con la felicidad del asombro sincero, una pluma que me guía y me arrastra. Entonces, accedo, en plena evidencia y textura de mí misma, a un olvido de mi propio ser rayano en el éxtasis, saboreo la feliz quietud de una conciencia espectadora.
    Por fin, al subir de nuevo a su carreta, Riabinin se queja abiertamente a su empleado de los modales de los señores.
   «—¿Y qué me dice de la compra, Mijail Ignatich? —le pregunta el mozo.
   «—¡Ah, ah...! —contesta el comerciante.» Cuan rápido sacamos conclusiones, por la apariencia y la posición, sobre la inteligencia de los seres... Riabinin, contable de los granos de arena del fondo del mar, hábil actor y manipulador brillante, se mofa de los prejuicios sobre su persona. Nacido inteligente y paria, la gloria no lo atrae; sólo lo impulsan a recorrer los caminos la promesa de la ganancia y la
perspectiva de desvalijar cortésmente a
los señores de un sistema estúpido que
lo desprecia pero no sabe ponerle freno.
Así soy yo, pobre portera resignada a la
ausencia de todo fasto —pero anomalía
de un sistema que se revela grotesco y
del que me mofo bajito, cada día, en un
fuero interno que nadie penetra.


La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora