17 Culo de perdiz

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   ¡Anna Arthens vende su casa! — ¡Anna Arthens vende su casa! —le digo a León.
   —Cáspita —me responde, o por lo menos esa impresión me da a mí.
   Hace veintisiete años que vivo aquí y en todo ese tiempo nunca ha cambiado un piso de familia.
   La anciana señora Meurisse cedió el sitio a la joven señora Meurisse, y lo mismo ocurrió, o casi, con los Badoise, los Josse y los Rosen. Los Arthens llegaron a la vez que nosotros; de alguna manera hemos envejecido juntos. En
cuanto a los de Broglie, hace mucho que
estaban aquí y aquí siguen. No sé qué edad tendrá el señor Consejero, pero de joven ya parecía viejo, lo que crea la situación de que, aun siendo muy viejo, todavía parece joven.
   Anna Arthens es pues la primera, bajo mi mandato de portera, en vender un bien que va a cambiar de manos y de nombre. Curiosamente, esta perspectiva me asusta. ¿Estoy acaso tan acostumbrada a este eterno vuelta a empezar de lo mismo que la perspectiva de un cambio aún hipotético, que me zambulle en el río del tiempo, me
recuerda que estoy sujeta a su fluir?
Vivimos cada día como si debiera renacer mañana, y el status quo silencioso del 7 de la calle Grenelle, que mañana tras mañana renueva la evidencia de la perennidad, se me antoja de pronto un islote acosado por las
tempestades.
   Muy perturbada, cojo mi carrito de la compra y, abandonando a León, que ronca bajito, me dirijo con paso vacilante hacia el mercado. En la esquina de la calle Grenelle con la calle Del Bac, inquilino imperturbable de sus cartones gastados, Gégène me mira
acercarme como la mígala a su presa. —
¡Eh, tía Michel, ¿otra vez ha perdido a su gato?! —me grita riendo, como en la letra de la conocida cancioncilla infantil.
   He aquí al menos algo que no cambia. Gégène es un clochard que, desde hace años, pasa el invierno aquí, sobre sus míseros cartones, vestido con una vieja levita que huele a negociante ruso de finales de siglo y que, como su dueño, ha atravesado los tiempos de manera peculiar.
   —Debería irse al albergue —le digo, como de costumbre—, va a hacer frío esta noche.
   —Ah, ah —me contesta con voz agria—, ya me gustaría verla a usted en el albergue. Se está mejor aquí. Sigo mi camino pero, atenazada por un súbito remordimiento, vuelvo sobre mis pasos.
   —Quería decirle... El señor Arthens murió anoche. —¿El crítico? —me pregunta Gégène, con una chispa repentina en la mirada, levantando la cabeza como un perro de caza que hubiera olisqueado el culo de una
perdiz.
   —Sí, sí, el crítico. El corazón le falló de golpe.
   —Ah, vaya, vaya... —repite Gégène,
claramente conmovido. —¿Lo conocía usted? —pregunto, por decir algo.
   —Ah, vaya, vaya... —reitera el clochard—, ¡siempre se nos van primero los mejores!
   —Tuvo una buena vida —me aventuro a decir, sorprendida del cariz que ha tomado la situación.
   —Tía Michel, tipos como ése ya no nacen, se rompió el molde. Ah, vaya — repite—, lo voy a echar de menos. — ¿Le daba acaso algo, quizá un aguinaldo por Navidad?
   Gégène me mira, se sorbe la nariz y
escupe a sus pies.
   —Nada, en diez años ni una mísera monedita, ¿qué le parece? Ah, desde luego, las cosas como son, vaya carácter tenía. Se rompió el molde, sí, se rompió el molde. Este pequeño intercambio me perturba y, mientras recorro los pasillos del mercado, Gégène monopoliza mis pensamientos. Nunca he creído que los pobres tuvieran grandeza de alma por el simple hecho de ser pobres y por las injusticias de la vida. Pero al menos sí los creía unidos en el odio por los
grandes propietarios.
   Gégène me saca de mi error y me enseña lo siguiente: si hay algo que los pobres detestan es a los otros pobres. En el fondo, tiene su lógica.
   Recorro distraídamente los pasillos del mercado, llego al rincón de los quesos y me compro un poco de parmesano al peso y un buen pedazo de Soumaintrain.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora