No tengo estudios, decía en el preámbulo de mi discurso. No es del todo exacto; pero mi juventud escolar llegó hasta el certificado de estudios,
antes del cual me había cuidado muy mucho de no llamar la atención — asustada por las sospechas que sabía que en el señor Servant, el maestro, había levantado el descubrirme
devorando con avidez su diario, que no hablaba más que de guerras y de colonias, cuando apenas contaba yo diez años. ¿Por qué? No lo sé. ¿Creen
ustedes realmente que habría podido? Es una pregunta para los adivinos de antaño. Digamos que la idea de luchar en un mundo de pudientes, yo, la hija de un don nadie, sin belleza ni encanto, sin pasado ni ambición, sin don de gentes ni
esplendor, me fatigó antes incluso de, intentarlo. Yo sólo deseaba una cosa: que me dejaran en paz, sin exigirme
demasiado, y poder disfrutar, unos instantes al día, de la libertad de saciar mi hambre.
Para quien no conoce el apetito, la primera punzada de hambre es a la vez un sufrimiento y una iluminación. Yo era una niña apática y casi minusválida, tan cargada de espaldas que casi parecía
jorobada, que si se mantenía en la existencia no era sino porque desconocía que pudiera haber otra vía. La ausencia de gusto en mí rayaba en la
nada; nada me decía nada, nada
despertaba nada en mí y, cual débil brizna de paja empujada aquí y allá al capricho de enigmáticas ráfagas de
viento, ignoraba incluso hasta el mismo deseo de poner fin a mi vida.
En mi casa apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban en sus tareas como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente para comer, aunque frugalmente, no se nos maltrataba y nuestra ropa de pobres estaba limpia, de modo que aunque podía causarnos vergüenza, al menos no sufríamos el frío. Pero no nos
hablábamos.
La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de
colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre. —¿Renée? —
preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga.
Era en el pasillo donde, con ocasión del primer día de colegio y porque llovía, se había apelotonado a un tropel
de niños. —¿Renée? —seguía
modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo —incomprensible lenguaje—ligeras y tiernas presiones.
Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se cruzaron con una mirada.
Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios
sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores. En un destello doloroso, percibí la lluvia que caía en el patio, las ventanas lavadas por las gotas, el olor de la ropa mojada, la estrechez
del corredor, angosto pasillo en el que vibraba la asamblea de párvulos, la pátina de los percheros de pomos de cobre en los que se amontonaban las
esclavinas de paño barato, así como la altura de los techos, a la medida de los cielos para la mirada de un niño.
Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de traerme a la vida.
—Renée —repitió la voz—,
¿quieres quitarte el impermeable?
Y, sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la rapidez que otorga la larga experiencia.
Se cree erróneamente que el
despertar de la conciencia coincide con el momento del primer nacimiento, quizá
porque no sabemos imaginar otro estado vivo que no sea ése. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de esta creencia, identificamos en la
venida al mundo el instante decisivo en que la conciencia nace. Que, durante cinco años, una niña llamada Renée,
mecanismo perceptivo operativo dotado de vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera podido vivir en una perfecta
inconsciencia de sí misma y del
universo desmiente tan apresurada teoría. Pues para que se dé la conciencia, es necesario un nombre.
Sin embargo, por un concurso de circunstancias desgraciadas, se desprende que a nadie se le había ocurrido darme el mío.
—Qué ojos más bonitos tienes —
añadió la maestra, y tuve la intuición de que no mentía, que en ese instante mis ojos brillaban animados por toda esa
belleza y, reflejando el milagro de mi nacimiento, lanzaban mil destellos.
Me puse a temblar y busqué en los suyos la complicidad que engendra toda alegría compartida.
En su mirada dulce y bondadosa sólo leí compasión.
Cuando por fin nacía al mundo, sólo inspiraba piedad.
Estaba poseída.
Puesto que mi hambre no podía saciarse con el juego de interacciones sociales inconcebibles para mi condición —y eso no lo entendí hasta
más tarde, esa compasión en los ojos de mi salvadora, pues ¿alguna vez se ha visto a una pobre experimentar la ebriedad del lenguaje y ejercitarse en él con los demás?—, se saciaría con los libros. Por primera vez, toqué uno en mi vida. Había visto a los mayores de la
clase mirar en ellos invisibles rastros, como si una misma fuerza los moviera a todos y, sumiéndose en el silencio,
extraer del papel muerto algo que parecía vivo.
Aprendí a leer sin que nadie se enterara. Los demás niños seguían balbuciendo las letras cuando yo hacía tiempo que conocía ya la solidaridad
que teje entre sí los signos escritos, sus combinaciones infinitas y los sonidos
maravillosos que me habían marcado en ese mismo lugar, el primer día, cuando la maestra pronunciara mi nombre.
Nadie lo supo. Leí como una posesa, a escondidas primero, luego, cuando me pareció haber superado el tiempo de
aprendizaje normal, a la vista de todos pero cuidándome mucho de disimular el placer y el interés que la lectura me
suscitaba.
La niña frágil se había convertido en un alma hambrienta.
A los doce años dejé el colegio para trabajar en casa y en el campo con mis padres y mis hermanos. A los diecisiete
me casé.
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La elegancia del erizo
DiversosLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.