8 Profeta de las élites modernas

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   Esta mañana, mientras escuchaba la emisora France Inter, me he llevado la
sorpresa de descubrir que no soy quien creía ser. Hasta entonces había atribuido a mi condición de autodidacta proletaria
las razones de mi eclecticismo cultural. Como ya he mencionado, he dedicado cada segundo de mi existencia que podía sustraer al trabajo a leer, ver películas y escuchar música. Pero ese frenesí en
devorar objetos culturales adolecía a mi juicio de una falta de gusto total, la de la
mezcla brutal de obras respetables con otras que lo eran mucho menos.
   Sin duda es en el campo de la lectura donde mi eclecticismo es menos acusado, si bien mi diversidad de
intereses es en dicho ámbito la más extrema. He leído obras de historia, de filosofía, de economía política, de sociología, de psicología, de pedagogía, de psicoanálisis y, por supuesto y ante todo, de literatura. Las primeras me han
interesado; la última constituye toda mi vida. Mi gato, León, debe su nombre a Tolstoi. El anterior se llamaba Dongo
por Fabrice del. Al primero lo bauticé Karenina por Ana, nombre que yo acortaba en Kare, por miedo a que me desenmascarasen.
   Exceptuando la infidelidad
stendhaliana, mis gustos se sitúan de manera muy nítida en la Rusia anterior a 1910, pero me vanaglorio de haber devorado una parte bastante apreciable
de la literatura mundial, teniendo en cuenta que soy una persona de origen campesino cuyas esperanzas de hacer
carrera alcanzaron hasta la portería del número 7 de la calle de Grenelle, cuando habría podido pensarse que un
destino como el mío me abocara al culto eterno de las novelitas rosas de Barbara
Cartland. Bien es cierto que soy —y me siento—culpable de cierta inclinación por las novelas policíacas, pero las que yo leo las considero literatura de
altísima categoría. Me resulta
especialmente difícil, algunos días, sustraerme a la lectura de alguna novela de Connelly o de Mankell para contestar
al timbrazo de Bernard Grelier o de Sabine Pallières, cuyas preocupaciones no son congruentes con las meditaciones de Harry Bosch, el agente amante del jazz del LAPD
   Que Bernard Grelier y la heredera de una antigua familia de la Banca puedan preocuparse por las mismas trivialidades e ignorar ambos que la
construcción sintáctica encabezada por «a qué se debe» rige el empleo del subjuntivo arroja nueva luz sobre la
humanidad.
   En el capítulo cinematográfico, por el contrario, mi eclecticismo alcanza cotas insospechadas.
   Me gustan las blockbusters
[películas comerciales] americanas y las obras del cine de autor. De hecho, durante mucho tiempo consumí preferentemente cine de entretenimiento americano o inglés, con excepción de algunas obras serias que yo consideraba con mi mirada pronta a pasarlo todo por el tamiz de la estética, esa mirada pasional y empática que sólo se codea con el entretenimiento.
   Greenaway suscita en mí
admiración, interés y bostezos, mientras que lloro cual magdalena esponjosa cada vez que Melly y Mammy suben la
escalera de los Butler tras la muerte de Bonnie Blue, y considero Blade Runner una obra maestra de la distracción de
primera categoría. Durante mucho tiempo, he estimado una fatalidad que el séptimo arte fuera bello, poderoso y
soporífero y que el cine de
entretenimiento fuera fútil, divertido y abrumador.
   Miren, hoy por ejemplo bullo de impaciencia ante la perspectiva del regalo que me he hecho a mí misma. Es el fruto de una paciencia ejemplar, el cumplimiento del deseo, largo tiempo diferido, de ver de nuevo una película que vi por vez primera la Navidad de
1989.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora