La Navidad de 1989 Lucien estaba muy enfermo. Si bien no sabíamos todavía cuándo llegaría la muerte, ya sentíamos el nudo de la certeza de su inminencia, un nudo doble, el que cada uno sentía en su fuero interno y el de ese
vínculo invisible que nos unía el uno al otro. Cuando la enfermedad entra en un hogar, no se apodera sólo de un cuerpo,
sino que teje entre los corazones una tela oscura que entierra toda esperanza. Como el hilo de una telaraña que se
enredara alrededor de nuestros
proyectos y de nuestro aliento, la enfermedad, día tras día, devoraba nuestra vida. Cuando volvía a entrar a casa desde el exterior, tenía la impresión de penetrar en una tumba y sentía frío todo el rato, un frío que nada aliviaba hasta el punto de que, los últimos tiempos, cuando dormía junto a Lucien me parecía que su cuerpo aspiraba todo el calor que el mío hubiera podido robar en otro sitio.
La enfermedad, diagnosticada en la primavera de 1988, lo carcomió durante diecisiete meses y se lo llevó en la
Nochebuena de 1989. La señora de Meurisse, la j madre, organizó una colecta entre los residentes del palacete, y dejaron ante mi puerta una bonita corona de flores, ceñida por una cinta que no llevaba ninguna mención. Ella fue la única que asistió al funeral. Era una mujer piadosa, fría y rígida, pero había cierta sinceridad en sus modales
austeros y un poco bruscos, y cuando murió, un año después de Lucien, me hice la reflexión de que era una mujer de bien y que la echaría de menos, aunque
durante quince años apenas hubiéramos intercambiado alguna que otra palabra.
—Le amargó la vida a su nuera hasta el final. Descanse en paz, era una santa mujer —había añadido Manuela (que profesaba por la señora de Meurisse, la
nuera, un odio raciniano) a guisa de oración fúnebre.
Exceptuando a Cornelia Meurisse, sus velos y sus rosarios, la enfermedad de Lucien no le pareció a nadie algo digno de interés. Los ricos piensan que la gente modesta, quizá porque su vida
está enrarecida, privada del oxígeno del dinero y el don de gentes, siente las emociones humanas con una intensidad
menor y una mayor indiferencia. Dado que éramos porteros, parecía darse por hecho que la muerte era para nosotros una evidencia en el curso de las cosas, mientras que, para aquellos a los que la fortuna había sonreído, habría revestido el hábito de la injusticia y el drama.
Un portero que se extingue es un ligero hueco en el transcurso de la vida cotidiana, una certeza biológica que no lleva asociada ninguna tragedia y, para los propietarios que se cruzaban con él todos los días en la escalera o ante la portería, Lucien era una no existencia
que volvía a una nada que nunca había abandonado, un animal que, porque vivía una semivida, sin fasto ni artificios, en el momento de la muerte sin duda debía experimentar sólo una
semirrebelión. El hecho de que, como todo el mundo, pudiéramos vivir un infierno y que, con el corazón encogido de rabia a medida que el sufrimiento
arrasaba nuestra existencia, acabáramos de descomponernos, en el tumulto del temor y del horror que la muerte a todos
inspira, no se le pasaba siquiera por la mente a nadie en aquel lugar.
Una mañana, tres semanas antes de Navidad, cuando volvía de la compra con una bolsa llena de nabos y algo de
casquería para el gato, me encontré a Lucien vestido, dispuesto a salir a la calle. Se había puesto incluso la bufanda y, de pie, me estaba esperando. Después del caminar extenuado de un marido a quien el trayecto del dormitorio a la
cocina agotaba toda fuerza y sumía en una espantosa lividez, después de semanas enteras sin verlo desprenderse de un pijama que se me antojaba el hábito mismo del tránsito, descubrirlo
con mirada chispeante y expresión traviesa, con el cuello de su abrigo de invierno bien subido hasta unas mejillas
que animaba un extraño arrebol, a punto estuvo de hacerme desfallecer. — ¡Lucien! —exclamé, e iba a esbozar el
ademán de ir hacia él para sostenerlo, sentarlo, desvestirlo, qué sé yo, todos
los gestos desconocidos que me había enseñado la enfermedad y que, esos últimos tiempos, habían pasado a ser los únicos que sabía hacer, iba a dejar en el suelo mi bolsa de la compra, a abrazarlo, estrecharlo entre mis brazos, llevarlo en volandas y todas esas cosas,
cuando, con la respiración entrecortada, sintiendo en el corazón una extraña dilatación, me detuve.
—Tenemos el tiempo justo —me
dijo Lucien—, la sesión es a la una. En el calor de la sala, al borde del llanto, feliz como nunca me había sentido, sostuve su mano tibia por primera vez desde hacía meses. Sabía que una oleada inesperada de energía lo había hecho levantarse de la cama, le había dado la fuerza de vestirse, la sed de salir, el deseo de que una vez más
compartiéramos ese placer conyugal, y sabía también que era la señal de que quedaba poco tiempo, era el estado de
gracia que precede al final, pero no me importaba y sólo quería disfrutar de aquello, de esos instantes que le robábamos al yugo de la enfermedad, de
su mano tibia en la mía y de las vibraciones de placer que nos recorrían a ambos porque, a Dios gracias, era una película cuyo sabor podíamos compartir.
Pienso que murió inmediatamente después. Su cuerpo resistió tres semanas
más todavía, pero su espíritu se extinguió al final del pase, porque sabía que era mejor así, porque me había dicho adiós en la sala oscura, sin anhelos desgarradores en exceso, porque había hallado la paz así, seguro de lo que nos habíamos dicho sin necesidad de palabras, mientras mirábamos juntos la pantalla iluminada
en la que se narraba una historia.
Yo lo acepté.
La caza del octubre rojo era la película de nuestro último abrazo. Quien quiera comprender el arte del relato no tiene más que verla; cabe preguntarse
por qué la Universidad se empeña en enseñar los principios narrativos a golpe de Propp, Greimas u otros castigos en lugar de invertir en una sala
de proyección. Primicias, intriga, actantes, peripecias, búsqueda, protagonistas y otros coadyuvantes: basta un Sean Connery en uniforme de oficial de submarino ruso y varios
portaaviones bien situados.
Pero, como iba diciendo, esta mañana me he enterado al escuchar la emisora France ínter de que esta contaminación de mis aspiraciones a la cultura legítima por otras inclinaciones a la cultura ilegítima no constituye un estigma de mi baja extracción social ni de mi acceso solitario a las luces del espíritu, sino una característica contemporánea de las clases intelectuales dominantes. ¿Cómo me he enterado? Por boca de un sociólogo, del que me habría encantado saber si a él mismo le habría encantado saber que
una portera con zuecos ortopédicos del doctor Scholl acababa de erigirlo en icono sagrado. En su estudio de la
evolución de las prácticas culturales de intelectuales antaño inmersos en una educación de alto nivel desde el alba hasta el crepúsculo y que ya se han convertido en polos de sincretismo en los que la frontera entre la verdadera y
la falsa cultura se ha vuelto ya irremediablemente borrosa, describía a un catedrático universitario de letras
clásicas que antaño habría escuchado a Bach, leído a Mauriac y consumido películas de arte y ensayo, y que, hoy,
escucha a Haendel y al rapero MC Solaar, lee a Flaubert y a John Le Carré, va al cine a ver una de Visconti y la última entrega de Die Hard [Jungla de
cristal], almuerza hamburguesas y cena sushi.
Resulta siempre muy perturbador descubrir un hábito social dominante allí donde uno creía ver la marca de su propia singularidad. Perturbador e
incluso decepcionante. Que yo, Renée, de cincuenta y cuatro años, portera y autodidacta, sea, pese a mi enclaustramiento en la típica portería, pese a un aislamiento que debería
haberme protegido de las taras de la masa, pese a esta avergonzada cuarentena ignorante de las evoluciones
del vasto mundo en la que me he
confinado, que yo, Renée, sea testigo de la misma transformación que agita a las
élites actuales —compuestas por
vastagos Pallières que leen a Marx y van con la pandilla a ver Terminator, o de retoños Badoise que estudian derecho en
Assas y lloriquean ante películas como Notting Hill —supone un mazazo del que me cuesta recuperarme. Pues resulta muy obvio, para quien preste atención a la cronología, que no imito a esos
pipiólos sino que, en mis prácticas eclécticas, me he adelantado a ellos.
Renée, profeta de las élites
contemporáneas.
—Bueno, bueno, ¿y por qué no? — me digo, extrayendo de mi bolsa de la compra el fílete de hígado de ternera del gato y exhumando, de debajo, dos
fíletitos de salmonete que pienso marinar para después cocinar en zumo de limón saturado de cilantro.
Y en ese preciso momento ocurre el hecho.
Idea profunda nº4
Cuida de
las plantas
los niñosA mi casa viene una asistenta tres horas todos los días, pero de las plantas se ocupa mamá. Y no veáis el circo que monta. Tiene dos regaderas, una para el agua con abono y otra para el agua sin cal, y aparte un vaporizador con distintas posiciones para pulverizaciones «a chorro», «en forma de lluvia» o «en bruma ligera». Todas las mañanas pasa revista a las veinte plantas de la casa y administra un tratamiento ad hoc a cada una. Y masculla un montón de cosas, del todo
indiferente al resto del mundo. Se le puede decir cualquier cosa a mamá mientras se ocupa de sus plantas, porque total no hace ni caso. Por ejemplo: «Hoy
tengo pensado drogarme y morir de sobredosis» obtiene como respuesta: «La punta de las hojas de la kentia amarillea, además está encharcada; no
pinta nada bien.»
Esto ya nos da el principio del paradigma: si quieres arruinar tu vida a fuerza de no oír nada de lo que te dicen
los demás, ocúpate de las plantas. Pero no queda ahí la cosa. Cuando mamá pulveriza agua sobre las hojas de las
plantas, me doy perfecta cuenta de la esperanza que la anima. Ella piensa que es como un bálsamo que va a penetrar en
la planta aportándole lo necesario para prosperar. Lo mismo se aplica al abono, en forma de bastoncillos, que introduce en la tierra (o mejor dicho, en la mezcla de tierra-mantillo-arena-turba que
encarga especialmente para cada planta en la floristería de la Puerta de Auteuil). Así pues, mamá alimenta sus plantas como ha alimentado a sus hijas: agua y abono para la kentia, judías verdes y vitamina C para nosotras. Ésa es la esencia del paradigma: concéntrate en el
objeto, apórtale elementos nutritivos que van de fuera hacia dentro y, progresando
en el interior, lo hacen crecer y le sientan bien. Un toque de pulverizador sobre las hojas y ya está la planta armada para afrontar la existencia. Se la
mira con una mezcla de inquietud y de esperanza, se es
consciente de la fragilidad de la vida, se preocupa uno de los accidentes que pueden ocurrir
pero, al mismo tiempo, se tiene la satisfacción de haber hecho lo que había que hacer, de haber desempeñado una función alimentaria: uno se siente
reconfortado, seguro durante un tiempo. Así es como ve la vida mamá: como una serie de actos que conjuran el peligro, tan ineficaces como un toque de
pulverizador, y dan una breve ilusión de seguridad.
Cuánto mejor sería si
compartiéramos unos con otros nuestra inseguridad, si todos juntos nos adentráramos en nosotros mismos para decirnos que las judías verdes y la
vitamina C, si bien alimentan al animal que somos, no salvan la vida ni sustentan el alma.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.