5 Encajes y perifollos

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   La dificultad empieza aquí: ¿dónde
comprar un vestido? Normalmente,
acostumbro a comprarme la ropa por
catálogo, incluidos los calcetines, las
bragas y las camisetas. La idea de
probarme bajo la mirada de una
jovencita anoréxica prendas que, sobre
mí, parecerán un saco, siempre me ha alejado de las tiendas. Quiere la desgracia que sea demasiado tarde para
esperar una entrega a tiempo por correo.
   Tengan una sola amiga pero elíjanla
bien.
   A la mañana siguiente, Manuela irrumpe en la portería.
   Lleva una funda para ropa que me tiende con una sonrisa triunfal.
   Manuela me saca quince centímetros
como mínimo y pesa diez kilos menos.
De su familia sólo veo una mujer cuya
anchura de hombros pueda compararse
con la mía: su suegra, la temible Amalia,
a la que extrañamente vuelven loca los
encajes y los perifollos pese a no ser alma proclive a la fantasía. Pero la
pasamanería a la portuguesa evoca el
estilo rococó: nada de imaginación ni de
ligereza, sólo el delirio de la acumulación, que hace que los vestidos
parezcan blusas de encaje de guipur, y la camisa más sencilla, un concurso de
festones.
   Se imaginarán pues mi inquietud. Esta cena, que se anuncia un calvario, también podría convertirse en una farsa.
   —Va a parecer usted una estrella de
cine —me dice precisamente Manuela.
Luego, compasiva, añade—: Es una broma —y extrae de la funda un vestido
beis carente a simple vista de toda fioritura. —¿De dónde lo ha sacado? —
pregunto, examinándolo.
   Así a ojo, la talla parece la adecuada. A ojo también, es un vestido caro, de tela de gabardina y de corte muy sencillo, con cuello camisero ybotones delante. Muy sobrio, muy chic. El tipo de vestido que lleva la señora de Broglie.
   —Anoche fui donde María —me dice Manuela, encantada.
   María es una costurera portuguesa
que vive justo al lado de mi salvadora.
Pero es mucho más que una simple
compatriota. María y Manuela crecieron juntas en Faro, se casaron con dos de los
siete hermanos Lopes y se pusieron de
acuerdo para seguirlos hasta Francia,
donde llevaron a cabo la proeza de parir a los hijos prácticamente a la vez, con
pocas semanas de diferencia. Tienen
incluso un gato en común y un gusto
similar por la repostería fina. —¿Quiere
decir que el vestido es de otra persona—pregunto.
   —Mmm... sí —contesta Manuela
esbozando una mueca—. Pero nadie lo
reclamará, ¿sabe? La señora se murió la
semana pasada. Y de aquí a que se den
cuenta de que le dejó un vestido a la
modista para que se lo arreglara... le da
a usted tiempo de cenar diez veces con
el señor Ozu. —¿Es el vestido de una
muerta? —repito, horrorizada—. Pero
yo no puedo hacer esto. —¿Y por qué
no? —me pregunta Manuela, frunciendo el ceño—. Es mejor que si estuviera viva. Imagínese si se lo mancha. En ese caso habría que ir corriendo al tinte, encontrar una excusa, qué trajín.
   El pragmatismo de Manuela tiene algo de galáctico. Quizá debería extraer de él inspiración para considerar que la muerte no es nada.
   —Moralmente no puedo hacer esto—protesto. —¿Moralmente? —repite
Manuela, pronunciando la palabra como si le pareciera repulsiva—. ¿Qué tendrá
que ver? ¿Acaso está usted robando?
¿Acaso hace daño a alguien?
   —Pero se trata de un bien de otra
persona —digo—, no puedo apropiármelo. —¡Pero si está muerta!
—exclama—. Y no lo roba, sólo lo toma
prestado esta noche.
   Cuando Manuela se pone a hacer encaje de bolillos con las diferencias
semánticas, no hay escapatoria.
   —María me ha dicho que era una señora muy amable. Le dio varios
vestidos y un precioso abrigo de palpaca. Ya no se los podía poner porque había engordado, entonces le dijo a María:
   «¿Le vendrían bien a usted?» ¿Lo
ve?, era una señora muy amable.
   La palpaca es una especie de llama de pelaje de lana muy apreciado y cabeza adornada con una papaya.
    —No sé... —digo, con menos vehemencia ya—. Tengo la impresión de
estar robando a una muerta.
   Manuela me mira con aire exasperado.
   —Está tomando prestado, no robando. ¿Y qué quiere que haga ya con este vestido, la pobre difunta?
   Esta pregunta no admite réplica.
   —Es la hora de la señora Pallières—dice Manuela, feliz, cambiando de conversación.
   —Voy a saborear este momento con
usted —le digo.
   —Allá voy —anuncia, dirigiéndose
hacia la puerta—. Mientras tanto,
pruébeselo, vaya a la peluquería y luego
volveré para verla.
   Considero el vestido un momento,
dubitativa. Además de mi reticencia a
llevar el traje de una difunta, temo que
sobre mí cause un efecto incongruente.
Violette Grelier es del trapo como Pierre Arthens es de la seda y yo del vestido-delantal informe con estampado
malva o azul marino.
   Pospongo el trance hasta mi regreso.
   Caigo entonces en la cuenta de que ni siquiera le he dado las gracias a Manuela.

           Diario del movimiento del
                           mundo n° 4


    Qué maravilloso es un coro



   Ayer por la tarde tuvimos el recital del coro del colegio. En mi colegio de los barrios elegantes hay coro; nadie lo encuentra hortera, hay tortas para formar parte de él, pero es súper selecto: el señor Trianon, el profe de música, elige a los integrantes con sumo cuidado. La razón del éxito del coro es el propio
señor Trianon. Es joven, guapo y manda
cantar tanto viejas joyas del jazz, como
los últimos hits de moda, orquestados,
eso sí, con mucha clase. Todo el mundo
se pone de punta en blanco, y el coro
canta ante los alumnos del colegio. Sólo
se invita a los padres de los cantantes,
porque si no habría demasiada gente.
Sólo con eso ya se llena el gimnasio hasta arriba y hay un ambientazo que te
mueres.
   De modo que ayer, todos camino del
gimnasio a trote cochinero, bajo la
dirección de la señora Magra, pues,
normalmente, los martes a primera hora de la tarde tenemos lengua. Bajo la
dirección de la señora Magra es mucho
decir: hizo lo que pudo para seguir el
ritmo, jadeando como un viejo cachalote. Bueno, por fin llegamos al gimnasio, todo el mundo se acomodó como pudo, tuve que aguantar delante, detrás, al lado y por encima (en las gradas) conversaciones estúpidas en estéreo (sobre móviles, moda, móviles, quién está con quién, móviles, la birria de profes que tenemos, móviles, la fiesta
de Cannelle) y luego hicieron su
aparición los integrantes del coro bajo
las aclamaciones de los asistentes, de
blanco y rojo con corbatas de pajarita los chicos, y vestidos largos de tirantes las chicas. El señor Trianon se instaló en un taburete, de espaldas al público, alzó una especie de varita con una lucecita roja intermitente en un extremo, se hizo el silencio y empezó el recital.
   Cada vez que ocurre, es como un milagro. Toda la gente, todas las
preocupaciones, todos los odios y todos
los deseos, todas las angustias, todo el
año de colegio con sus vulgaridades, sus
acontecimientos menores y mayores, sus
profes, sus alumnos abigarrados, toda
esa vida en la que nos arrastramos, hecha de gritos y de lágrimas, de risas,
de luchas, de rupturas, de esperanzas
frustradas y de suertes inesperadas: todo desaparece de pronto cuando el coro
empieza a cantar. El curso de la vida se
ahoga en el canto, de golpe hay una
impresión de fraternidad, de solidaridad profunda, de amor incluso, que diluye la fealdad cotidiana en una comunión
perfecta. Hasta los rostros de los
cantantes se transfiguran: ya no veo a
Achille GrandFernet (que tiene una
bellísima voz de tenor), ni a Déborah
Lemeur, ni a Ségoléne Rachet, ni a Charles Saint-Sauveur. Veo seres
humanos que se entregan en el canto.
   Cada vez ocurre lo mismo, siento ganas de llorar, tengo un nudo en la garganta y hago todo lo posible por dominarme pero, a veces, me resulta muy difícil: apenas puedo reprimir los sollozos.
   Entonces, cuando cantan en canon, miro al suelo porque es demasiada
emoción a la vez: es demasiado hermoso, demasiado solidario, demasiado maravillosamente en comunión. Dejo de ser yo misma, paso a ser parte de un todo sublime al cual pertenecen también los demás, y en esos momentos me pregunto siempre por qué no es la norma de la vida cotidiana en lugar de ser un momento excepcional.
   Cuando la música enmudece, todo el
mundo aclama, con el rostro iluminado,
a los integrantes del coro, radiantes. Es
tan hermoso.
   A fin de cuentas me pregunto si el
verdadero movimiento del mundo no es
el canto.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora