11 Desolación de las revueltas mogoles

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   Llaman suavemente a mi puerta. Es Manuela. Le acaban de decir que puede irse a casa antes de terminar su jornada.
   —El maestro está agonizante —me dice, y no acierto a determinar el grado de ironía que le confiere ella a la
repetición del lamento de Chabrot—. No está usted ocupada, ¿tomaríamos el té ahora?.
   Esa desenvoltura en la concordancia de los tiempos verbales, ese empleo del
condicional en forma interrogativa, para implicar una sugerencia, esa libertad
con la que Manuela se mueve por la sintaxis porque no es más que una pobre portuguesa sometida a la lengua del exilio, tienen el mismo aroma pasado de moda que las expresiones controladas de Chabrot.
   —Me he cruzado con Laura en la escalera —dice, sentándose, con el ceño fruncido—. Se sujetaba a la barandilla como si tuviera ganas de hacer pis. Al verme, se ha ido.
   Laura es la segunda hija de los Arthens, una chica amable que no visita a sus padres a menudo.
   Clémence, la mayor, es una
encarnación dolorosa de la frustración, una meapilas consagrada en cuerpo y alma a dar la tabarra a su marido y a sus hijos hasta el final de sus tristes días salpicados de misas, de reuniones parroquiales y de bordados de punto de cruz. En cuanto a Jean, el benjamín, es un drogadicto que se está convirtiendo en un desecho humano. De pequeño era un niño muy guapo de ojos resplandecientes que siempre iba detrás de su padre como un perrillo, como si su vida dependiera de ello, pero, cuando empezó a drogarse, el cambio fue espectacular: ya no se movía.
   Tras una infancia malgastada en correr en vano en pos de Dios, sus movimientos se habían vuelto como torpes y ya no se desplazaba más que a sacudidas, realizando en las escaleras,
ante el ascensor y en el patio paradas cada vez más prolongadas, hasta llegar
incluso a quedarse dormido sobre mi felpudo y delante del cuartito de la basura. Un día que se había detenido con una aplicación anonadante delante del arriate de las rosas de té y de las camelias enanas, le pregunté si necesitaba ayuda, y pensé que cada vez se parecía más a Neptune, con ese cabello rizado y desgreñado que le caía
en cascada sobre las sienes y esos ojos lacrimosos sobre una nariz húmeda y trémula.
   —Eh, eh, no —me contestó
entonces, imprimiendo a la frase las mismas pausas que jalonaban sus desplazamientos. —¿Quiere al menos sentarse un momento? —le sugerí yo. — ¿Sentarse? —repitió, extrañado—. Eh,
eh, no, ¿por qué?
   —Para descansar un poco —le dije.
   —Ah, yaaaaaa —contestó—. Pues, eh, eh, no.
   Lo dejé pues en compañía de las camelias, vigilándolo desde mi ventana. Al cabo de un larguísimo momento, se sustrajo a su contemplación floral y se
dirigió a velocidad moderada hasta mi puerta. Abrí antes de que llegara a llamar al timbre.
   —Voy a moverme un poco —me dijo sin verme, con sus orejas sedosas algo enmarañadas ante los ojos. Luego, a costa de un esfuerzo patente, añadió—:
esas flores de ahí... ¿cómo se llaman? — ¿Las camelias? —pregunté yo, sorprendida.
   —Camelias... —repitió despacio—, camelias... Bueno, muchas gracias, señora Michel —terminó diciendo con una voz que de repente sonaba
extrañamente más firme.
   Y dio media vuelta. Pasaron
semanas sin que volviera a verlo, hasta esa mañana de noviembre en la que, al pasar ante mi puerta, no lo reconocí de tan bajo como había caído. Sí, la caída... A ella estamos todos abocados. Pero que un hombre joven alcance antes de
tiempo el punto desde el que ya no se levantará... La caída es entonces tan visible y tan cruda que le encoge a uno el corazón de pura compasión. Jean
Arthens no era ya más que un cuerpo reducido al suplicio que se arrastraba en una vida en la cuerda floja. Me pregunté con espanto cómo se las apañaría para llevar a cabo los gestos tan sencillos que reclama el manejo del ascensor, cuando la repentina aparición de Bernard Grelier, que lo cogió en brazos
y lo aupó en volandas como una pluma, me ahorró tener que intervenir. Tuve la breve visión de un hombre maduro e
incapaz que llevaba en brazos el cuerpo masacrado de un niño, hasta que desaparecieron en el abismo de la escalera.
   —Pero va a venir Clémence —dice Manuela que, es extraordinario, sigue siempre el hilo de mis pensamientos
mudos.
   —Chabrot me ha pedido que le
ruegue que se marche —digo yo,
meditabunda—. No quiere ver más que a Paul.
   —De la pena la baronesa se ha sonado la nariz en un trapo —añade Manuela, hablando de Violette Grelier.
   No me extraña. En la hora de todos los finales, adviene sin remedio la verdad. Violette Grelier es del trapo como Pierre Arthens es de la seda, y, cada uno, prisionero de su destino, ha de hacerle frente sin escapatoria y ser en el
epílogo lo que en el fondo siempre fue, sea cual sea la ilusión con la que haya querido consolarse. Codearse con el
paño fino no da ningún derecho, como tampoco tiene derecho a la salud el enfermo.
   Sirvo el té y lo degustamos en silencio. Nunca antes lo habíamos tomado juntas por la mañana, y esa brecha en el protocolo de nuestro ritual
tiene un extraño sabor.
   —Es agradable —murmura
Manuela
   Sí, es agradable pues gozamos de una doble ofrenda, la de ver consagrada en esta ruptura en el orden de las cosas la inamovilidad de un ritual al que
hemos dado forma juntas para que, tarde tras tarde, se enquistara en la realidad
hasta el punto de conferirle sentido y consistencia y que, por el hecho de transgredirse esta mañana, adquiere de pronto toda su fuerza; pero saboreamos
también, como lo habríamos hecho de haber sido un néctar preciado, el don portentoso de esa mañana incongruente en la que los gestos mecánicos toman un impulso nuevo, en la que aspirar el aroma, probar, dejar reposar, servir de nuevo, beber a pequeños sorbos viene a ser vivir un nuevo renacer.
   Esos instantes en que se nos revela la trama de nuestra existencia, mediante la fuerza de un ritual que recuperaremos
como era antes con mayor placer aún por haberlo infringido, son paréntesis mágicos que le ponen a uno el corazón al borde del alma, porque, fugitiva pero
intensamente, una pizca de eternidad ha venido de pronto a fecundar el tiempo. Afuera, el mundo ruge o se adormece, arden las guerras, los hombres viven y mueren, perecen unas naciones y surgen otras antes de caer a su vez, arrasadas, y, en todo ese ruido y toda esa furia, en
esas erupciones y esas resacas, mientras el mundo va, se incendia, se desgarra y renace, se agita la vida humana.
   Entonces, tomemos una taza de té.
   Como Kakuzo Okakura, el autor de El libro del té, que se lamentaba de la revuelta de las tribus mongoles en el siglo XIII no porque hubiera traído
consigo muerte y desolación, sino porque había destruido, entre los frutos de la cultura Song, el más preciado de ellos, el arte del té, sé como él que no es un brebaje menor. Cuando deviene ritual, constituye la esencia de la aptitud para ver la grandeza en las cosas pequeñas. ¿Dónde se encuentra la belleza? ¿En las grandes cosas que, como las demás, están condenadas a morir, o bien en las pequeñas que, sin
pretensiones, saben engastar en el instante una gema de infinitud?
   El ritual del té, esta repetición precisa de los mismos gestos y de la misma degustación, este acceso a
sensaciones sencillas, auténticas y refinadas, esta licencia otorgada a cada uno, sin mucho esfuerzo, para
convertirse en un aristócrata del gusto, porque el té es la bebida de los ricos como lo es de los pobres, el ritual del
té, pues, tiene la extraordinaria virtud de
introducir en el absurdo de nuestras vidas una brecha de armonía serena. Sí, el universo conspira a la vacuidad, las
almas perdidas lloran la belleza, la insignificancia nos rodea. Entonces, tomemos una taza de té. Se hace el silencio, fuera se oye soplar el viento, crujen las hojas de otoño y levantan el vuelo, el gato duerme, bañado en una
cálida luz. Y, en cada sorbo, el tiempo se sublima.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora