Pero Manuela, insensible a los andares de las mujeres japonesas, discurre ya por otros parajes.
—La Rosen pone el grito en el cielo porque no hay dos lámparas iguales — me dice. —¿De verdad no las hay? —le pregunto, desconcertada.
—Sí, de verdad —me contesta Manuela —. ¿Y qué más da? En casa de los Rosen lo tienen todo doble, porque les da miedo que falte. ¿Sabe usted la historia preferida de la señora?
—No —respondo, encantada de la amplitud de alcance de nuestra conversación.
—Durante la guerra, su abuelo, que
almacenaba un montón de cosas en el sótano, salvó a su familia ayudando a un alemán que buscaba una bobina de hilo para coserse un botón del uniforme.
Si no hubiera tenido bobina, estaría muerto, y toda su familia con él. Pues bien, me crea usted o no, en los armarios y en el sótano la señora Rosen lo tiene todo doble. ¿Y acaso es más feliz por ello? ¿Acaso se ve mejor en una habitación porque haya dos lámparas iguales?
—Nunca lo había pensado —digo—. Es verdad que decoramos nuestros interiores con redundancias. —¿Con qué ha dicho? —inquiere Manuela.
—Con repeticiones, como en casa de los Arthens. Las mismas lámparas y los mismos jarrones sobre la chimenea, las mismas butacas idénticas a cada lado del sofá, dos mesillas de noche a juego, series iguales de tarros de cristal en la cocina...
—Ahora que lo dice, no se trata sólo de las lámparas —prosigue Manuela—. El caso es que no hay dos cosas iguales en casa del señor Ozu. Y déjeme que le diga que eso crea una impresión agradable.
—Agradable, ¿en qué sentido? — quiero saber. Manuela reflexiona un momento, y se le forman arruguitas en la frente.
—Agradable como después de una fiesta, cuando se ha comido demasiado. Pienso en esos momentos, cuando todo el mundo se ha marchado ya... Mi marido y yo vamos a la cocina y yo preparo un caldito de verduras frescas; corto champiñones crudos en rodajas
muy finitas, y nos tomamos el caldo con los champiñones dentro. Tenemos la impresión de salir de una tormenta y que poco a poco vuelve la calma.
—Uno ya no tiene miedo de que le falte nada. Se es feliz con el instante presente.
—Uno siente que es algo natural, que comer es eso.
—Se puede disfrutar de lo que se tiene, nada estorba. Una sensación tras otra.
—Sí, se tiene menos pero se disfruta más. —¿Quién puede comer varías cosas a la vez?
—Ni siquiera el pobre señor Arthens.
—Tengo dos lámparas a juego sobre
dos mesillas de noche idénticas —digo, al caer de pronto en la cuenta del hecho.
—Y yo también —dice Manuela. Asiente con la cabeza.
—Quizá estemos enfermos, a fuerza de tener demasiado.
Se levanta, me da un beso y vuelve a casa de los Pallières, a su dura tarea de esclava moderna.
Cuando se marcha, permanezco sentada delante de mi taza de té vacía. Queda un fruto seco con chocolate, que mordisqueo por gula con los incisivos, como un ratoncito. Cambiar el modo de comer algo es como degustar un nuevo manjar.
Y medito, saboreando el carácter intempestivo de esta conversación. ¿Alguna vez se ha visto que asistentas y porteras, conversando durante la hora de la pausa, elaboren el sentido cultural de la decoración de interiores? Les sorprendería saber de lo que habla la gente humilde. Prefiere las historias a
las teorías, las anécdotas a los conceptos, las imágenes a las ideas. Lo cual no es óbice para filosofar. Así, ¿somos acaso civilizaciones tan
carcomidas por el vacío que sólo vivimos en la angustia de la carencia? ¿Sólo disfrutamos de nuestros bienes o de nuestros sentidos cuando estamos seguros de que disfrutaremos más aún? Quizá los japoneses sepan que sólo se
saborea un placer porque se sabe que es
efímero y único y, más allá de ese saber, son capaces de construir con ello sus vidas.
Ay de mí. Monótona y eterna repetición que una vez más me saca bruscamente de mi ensimismamiento — el tedio nació un día de la uniformidad—, llaman a mi puerta.
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La elegancia del erizo
RandomLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.