3 Bajo la cáscara

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   Pasan varios días.
   Como todos los martes, Manuela viene a visitarme a mi casa. Antes de que entre y cierre la puerta me da tiempo a oír a Jacinthe Rosen charlando con la joven señora Meurisse ante un ascensor que no se digna hacer acto de presencia cuando se requiere. —¡Mi hijo dice que los chinos son intratables! Debido a la patata, antes mencionada, que tiene en la boca, la señora Rosen no dice los chinos sino los tsinos. Yo siempre he soñado con visitar Tsina. Se me antoja más interesante que ir a China.
   —Ha despedido a la baronesa —me anuncia Manuela, que tiene las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes—, y a todos los demás con ella.
   Adopto un aire inocente a más no poder. —¿Quién? —inquiero. —¡Pues el señor Ozu, quién va a ser! —exclama Manuela, mirándome con reprobación.
   Hay que decir que, desde hace quince días, en el edificio no se habla (no se murmura) de otra cosa más que de la instalación del señor Ozu en el piso del difunto Pierre Arthens. En este lugar
fosilizado, prisionero de los hielos del poder y la ociosidad, la llegada de un nuevo residente y los actos absurdos que bajo sus órdenes han realizado profesionales tan pasmosamente
numerosos, que hasta Neptune ha renunciado a olisquearlos a todos, esta llegada, como digo, ha levantado un viento de excitación y de pánico mezclados. Pues la aspiración convenida a la salvaguarda de lastradiciones y la consecuente reprobación
por todo lo que, de lejos o de cerca, evoque la nueva riqueza —entre otras cosas, la ostentación en las obras de decoración de interiores, la compra de material de alta fidelidad o el frecuente recurso a los platos preparados de las mejores tiendas de la ciudad—disputaba al señor Ozu a una sed más profunda, anclada en las tripas de todas esas almas cegadas por el tedio: la de la novedad.
Por ello, el número 7 de la calle Grenelle vibró durante quince días al ritmo de las idas y venidas de pintores, ebanistas, fontaneros, diseñadores de cocinas, empleados que traían muebles, alfombras y material electrónico, así como de mozos de mudanza, que el señor Ozu había contratado para, a todas luces, transformar de arriba abajo una cuarta planta que todos se morían de ganas de visitar. Los Josse y los Pallières dejaron de coger el ascensor y, descubriéndose un vigor inesperado, deambularon a todas horas por el rellano del cuarto, por el cual, como es obvio, tenían que transitar para salir de su casa y para regresar a ella. Fueron objeto de la envidia generalizada. Bernadette de Broglie intrigó para tomar el té en casa de Solange Josse, pese a que ésta es socialista, mientras que Jacinthe Rosen se ofreció voluntaria para llevarle a Sabine Pallières a su casa un paquete que acababan de dejar en la portería y que, encantada de poder ahorrarme el esfuerzo, le confié con toda profusión de ademanes hipócritas.
   Ya que, única entre todos, eludía cuidadosamente al señor Ozu. Nos cruzamos dos veces en el vestíbulo pero siempre estaba acompañado y se limitó a saludarme educadamente, a lo que yo respondí de idéntica manera. Nada en él delataba otros sentimientos que no fueran de cortesía  y una indiferente benevolencia. Pero de la misma manera que los niños huelen bajo la cascara de las conveniencias la verdadera textura  de la que están hechos los seres, mi radar interno, presa de un pánico repentino, me indicaba que el señor Ozu me consideraba con atención paciente.
   Sin embargo, su secretario subvenía a todas las tareas que requerían contacto conmigo. Imagino que Paul N'Guyen contribuía en algo a la fascinación que la llegada del señor Ozu suscitaba en los autóctonos. Era el joven más apuesto que hallarse pueda. De Asia, de donde era originario su padre, había tomado prestadas la distinción y la misteriosa serenidad. A Europa y a su madre (una rusa blanca) debía su gran estatura y sus pómulos eslavos, así como unos ojos claros muy ligeramente rasgados. En él se aunaban la virilidad y la delicadeza, se realizaba la síntesis de la belleza masculina y la dulzura oriental.
   Me había enterado de su ascendencia un día en que, al concluir una tarde de frenético ajetreo en la que lo había visto muy ocupado, al llamar a mi puerta para anunciarme la llegada temprana al día siguiente de una nueva hornada de entregas a domicilio, le propuse una taza de té que aceptó con sencillez. Conversamos con exquisita indolencia. ¿ Quién hubiera dicho que un hombre joven, apuesto y competente ― Pues, cielo santo, eficaz desde luego era, como habíamos podido juzgar al verlo organizar las obras y, sin parecer nunca desbordado o cansado, llevarlas a término con total tranquilidad―sería asimismo del todo carente de esnobismo?  Cuando se marchó, dándome las gracias con efusividad , caí en la cuenta de que, con él, había olvidado hasta la idea de disimular mi verdadera naturaleza. Pero vuelvo a la noticia del día. 
  ― Ha despedido a la baronesa y a todos los demás con ella.
   Manuela no esconde su alegría. Anna Arthens, al abandonar París, prometió a Violette Grelier que la recomendaría al nuevo propietario. El señor Ozu, respetuoso de los deseos de la viuda a la que compraba un bien y desgarraba el corazón, había aceptado recibir a su personal de servicio y entrevistarse con éste. Los Grelier, protegidos por Anna Arthens, podrían haber encontrado una colocación escogida en una buena casa, pero  Violette acariciaba la loca esperanza de permanecer allí donde, según sus propias palabras, había pasado sus mejores años. 
   ― <<Marcharme sería como morir>>, le había confiado a Manuela. <<Bueno, no hablo por usted, mujer. A usted no le quedará más remedio que resignarse a ello.>> 
  ―Resignarme a ello, tuturú que te vi ―dice Manuela que, desde que, siguiendo mi consejo, vio lo que el viento se llevó, se cree que es la Escarlata de los suburbios de París―.  ¡Ella se va y yo me quedo!  ―¿El señor Ozu quiere contratarla?  ―le pregunto.
  ―No se lo va a creer  ―me dice―. ¡Me ha contratado doce horas a la semana con un sueldo de princesa!  ― ¡Doce horas!      ―exclamo―. ¿Y cómo se va a apañar usted?  ―Voy a dejar tirada a la señora Palliéres  ―responde, al borde del éxtasis―, voy a dejar tirada a la señora Palliéres.
   Y porque de las cosas de verdad buenas hay que abusar:
   ―Sí ―repite―, voy a dejar tirada a la señora Palliéres.
   Saboreamos un momento en silencio este aluvión de buenas noticias.
   ―Voy hacer un té―digo, interrumpiendo nuestra beatitud―. Un té blanco, para celebrar el acontecimiento.
   ―Ah, se me olvidaba ―dice Manuela―, he traído esto.
   Y me enseña una bolsita de papel de seda beige. Procedo a desatar el lacito de terciopelo azul. En el interior, unos frutos secos cubiertos de chocolate negro resplandecen como diamantes tenebrosos.
   ―Me paga veintidós euros por hora― dice Manuela, colocando las tazas y volviendo después a sentarse, no sin antes pedirle cortésmente a León que se vaya a ver mundo―. ¡Veintidós euros! ¿No le parece increíble? ¡Los demás me pagan ocho, diez, once! La pretenciosa de la señora Palliéres me paga ocho euros y deja tiradas las bragas sucias debajo de la cama. 
 ―Quizá él también deje tirados los calzoncillos sucios debajo de la cama ―le digo, sonriendo.
   ―¡Nunca hubiera imaginado que los decoradores hicieran eso! —prosigue Manuela—. ¡Destruirlo todo para luego volver a construirlo!
   Para Manuela, un decorador es un ser etéreo que dispone cojines sobre divanes dispendiosos y retrocede luego dos pasos para admirar el efecto creado.
   —Echan abajo las paredes a
mazazos —me había anunciado Manuela una semana antes, casi sin aliento, mientras subía de dos en dos los escalones armada con una escoba desmesurada. —¿Sabe?... Ahora han dejado la casa preciosa. Me encantaría que la visitara. —¿Cómo se llaman sus gatos? —pregunto entonces para cambiar de tema y quitarle a Manuela de la cabeza tan peligroso capricho. —¡Oh, son preciosos! —contesta, considerando a León con expresión consternada—. Son muy delgados y avanzan sin ruido, haciendo así.
   Describe con la mano unas extrañas
ondulaciones. —¿Y sabe usted cómo se llaman? —sigo preguntando.
   —La gata se llama Kitty, pero el gato ya no me acuerdo —me dice.
   Una gota de sudor frío bate todas las marcas de velocidad bajando por mi columna vertebral. —¿Levin? —sugiero.
   —Sí —me dice—, eso es, Levin. ¿Cómo lo sabe?
   Frunce el ceño. —¿No se tratará de ese revolucionario, espero?
   —No —le digo—, el revolucionario es Lenin. Levin es el protagonista de una gran novela rusa.
   Kitty es la mujer de la que está enamorado.
   —Ha mandado cambiar todas las puertas —prosigue Manuela, que siente un interés moderado por las grandes novelas rusas—. Ahora son correderas. Pues bien, tiene que creerme, es mucho más práctico. Me pregunto por qué no hacemos igual los demás. Se gana mucho espacio y hacen menos ruido.
   Cuan cierto es. Una vez más, Manuela hace gala de ese brío en su capacidad de síntesis que tanto le admiro. Pero este comentario anodino provoca también en mí una sensación
deliciosa que responde a otros motivos.
  

        



La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora