Lo crean o no, nunca he ido a la
peluquería. Al dejar el campo para
marcharme a la ciudad, descubrí que
había dos oficios que se me antojaban
igual de aberrantes en la medida en que
llevaban a cabo una tarea que cada cual
debía poder realizar por su cuenta. Aún
hoy me resulta difícil no ver a los floristas y a los peluqueros como
parásitos, unos porque viven de la
explotación de una naturaleza que es de
todos, y otros porque realizan con todo
un despliegue de aspavientos y
productos aromáticos una tarea que
efectúo yo sola en mi cuarto de baño con unas tijeras bien afiladas. —¿Quién le ha cortado así el pelo? —pregunta
indignada la peluquera a la cual, a costa
de un esfuerzo dantesco, he ido a confiar la tarea de hacer de mi cabellera una
obra domesticada.
Estira y agita a cada lado de mis orejas dos mechones de inconmensurable tamaño.
—Bueno, ni se lo pregunto — prosigue con expresión asqueada, ahorrándome así la vergüenza de tener que denunciarme a mí misma—. La gente ya no respeta nada, lo veo todos los días.
—Vengo sólo a saneármelo un poco—le digo.
No sé muy bien lo que significa, pero es una réplica clásica de las series que ponen en televisión a primera hora de la tarde y que están pobladas de chicas muy maquilladas que se encuentran siempre en la peluquería o en el gimnasio. —¿A saneárselo? ¡Aquí no
hay nada que sanear, señora! —exclama
—. ¡Hay que rehacer el corte de arriba
abajo!
Me mira el cráneo con aire crítico y
emite un pequeño silbido.
—Tiene usted un cabello bonito, algo es algo. Tendríamos que poder sacar algo bueno de aquí.
Al final mi peluquera resulta ser buena chica. Pasada la irritación, cuya
legitimidad consiste sobre todo en
asentar la suya propia —y porque es tan
agradable seguir al pie de la letra el guión social al cual debemos lealtad—,
se ocupa de mí con amabilidad y alegría. ¿Qué se puede hacer con una masa abundante de cabello si no es cortarla a diestro y siniestro cuando coge volumen? En eso constituía mi credo en materia de peluquería. Esculpir el aglomerado para que tome forma es a partir de ahora mi concepción capilar más puntera.
—Tiene de verdad un cabello precioso —dice por fin, observando su obra, visiblemente satisfecha—, abundante y sedoso. No debería dejarlo en manos de cualquiera. ¿Puede un peinado transformarnos tanto? Yo misma no doy crédito a mi propio reflejo en el espejo. El casco negro que aprisionaba una cara que ya he descrito como ingrata se ha convertido en una onda ligera que juguetea alrededor de un rostro que ya
no parece tan poco agraciado. Me
confiere un aspecto... respetable. Me
encuentro incluso un falso aire de
matrona romana.
—Es... fantástico —digo, preguntándome a la vez cómo sustraer
tan imprudente locura a las miradas de
los residentes.
Es inconcebible que tantos años
persiguiendo la invisibilidad queden
varados en el banco de arena de un corte a lo matrona.
Vuelvo a casa procurando pasar
inadvertida. Tengo la inmensa suerte de
no cruzarme con nadie.
Pero me da la impresión de que León me mira de una manera extraña. Me acerco a él, y echa las orejas hacia atrás, señal de enfado o de perplejidad.
—Vamos, ¿qué pasa? —le pregunto
—. ¿No te gusta? —antes de darme
cuenta de que olisquea frenéticamente a su alrededor.
El champú. Apesto a aguacate y
almendras.
Me planto un pañuelo en la cabeza y
me dedico a un montón de apasionantes
ocupaciones, cuyo apogeo consiste en
una limpieza concienzuda de los botones de latón de la cabina del ascensor.
Y entonces dan las dos menos diez.
Dentro de diez minutos, Manuela
surgirá del abismo de la escalera para
inspeccionar la obra terminada.
No tengo tiempo de meditar. Me quito el pañuelo, me desnudo con rapidez, me pongo el vestido de gabardina beis que pertenece a una muerta, y llaman a la puerta.
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La elegancia del erizo
De TodoLa elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte.