2 Los milagros del arte

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   Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace veintisiete, soy la portera del número 7 de la calle Grenelle, un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados y todos gigantescos. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con
mi gato, un animal grueso y perezoso, Bcuya única característica notable es que
le huelen las patas cuando está
disgustado. Ni uno ni otro nos
esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. Y como en alguna parte está escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también está grabado en letras de fuego en el frontón
del mismo firmamento estúpido que
dichas porteras tienen gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet.
   Asimismo, también está escrito que las porteras ven la televisión sin descanso mientras sus gruesos gatos dormitan, y que el vestíbulo del edificio tiene que oler a potaje, a sopa o a guiso de legumbres. Tengo la inmensa suerte de ser portera en una residencia de mucha categoría. Era para mí tan
humillante tener que cocinar esos platos infames que la intervención del señor de
Broglie, el consejero de Estado del primero —intervención que debió de describir a su esposa como educada pero firme, y que tenía como fin erradicar de la existencia común ese tufo plebeyo—, fue un inmenso alivio que disimulé lo mejor que pude bajo la apariencia de una obediencia forzosa.
   Eso fue hace veintisiete años. Desde entonces, voy cada día a la carnicería a comprar una loncha de jamón o un filete de hígado de ternera, que guardo en mi
bolsa de la compra entre el paquete de fideos y el manojo de zanahorias. Exhibo con complacencia estos víveres
de pobre, realzados por la característica apreciable de que no huelen porque soy pobre en una casa de ricos, con el fin de
alimentar a la vez el lugar común
consensual y a mi gato, León, que si está gordo es por esas viandas que deberían estarme destinadas, y que se atiborra ruidosamente de embutido y pasta con mantequilla mientras yo puedo dar rienda suelta, sin perturbaciones olfativas y sin levantar sospechas, a mis propias inclinaciones culinarias.
   Más ardua fue la cuestión de la televisión. En tiempos de mi difunto esposo, me acostumbré sin embargo, porque la constancia con que éste se aplicaba a su contemplación me ahorraba a mí la pejiguera de tener que hacerlo yo. Llegaba hasta el vestíbulo el
ruido ahogado del aparato, y ello
bastaba para perpetuar el juego de las jerarquías sociales, la apariencia de las cuales, una vez fallecido Lucien, tuve que esforzarme por mantener, a costa de más de un quebradero de cabeza. En vida, mi marido me liberaba de la inicua obligación; una vez muerto, me privaba de su incultura, escudo indispensable
contra el recelo ajeno.
   La solución la hallé en un botón que no era tal.
   Una campanilla unida a un
mecanismo que funciona por infrarrojos me avisa ahora de cualquier ir y venir por el vestíbulo del edificio, lo cual
hace inútil todo botón que, al pulsarse, me advertiría de alguna presencia en el portal, por muy lejos que yo me encontrase. En tales ocasiones, permanezco en la habitación del fondo, donde paso la mayor parte de mis horas
de ocio y donde, al amparo de los ruidos y los olores que mi condición me   impone, puedo vivir como me place sin verme privada de la información vital para todo centinela, a saber: quién entra,
quién sale, con quién y a qué hora.
   Así, los residentes que cruzaban el vestíbulo oían los sonidos ahogados que indican que hay un televisor encendido
y, más por carencia que por exceso de imaginación, se formaban la imagen de la portera arrellanada en el sofá ante la
caja tonta. Yo, encerrada en mi antro, no oía nada pero sabía que alguien transitaba. Entonces, en la habitación contigua, por el ojo de buey situado frente a la escalera, oculta tras el visillo
blanco, averiguaba con discreción la identidad del transeúnte.
   La aparición de las cintas de vídeo y, más adelante, del dios DVD, cambió las cosas de manera aún más radical en lo que a mi beatitud se refiere. Como no
es muy frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y que de la portería provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales, con tanto esfuerzo reunidos, y adquirí otro
aparato que instalé en mi escondrijo.
   Mientras, garante de mi
clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que yo lo oyera insensateces para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme, con
lágrimas en los ojos, ante los milagros del Arte.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora