6 Wabi

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   Es un mensajero mascando un chicle
para elefantes, a juzgar por el vigor y la
amplitud maxilar que esta masticación
requiere. —¿La señora Michel? —
pregunta, Me planta un paquete en las
manos. —¿No tengo que firmar nada? —
inquiero.
   Pero ya ha desaparecido.
   Es un paquete rectangular envuelto en papel de estraza y sujeto con un cordel, como los que se utilizan para cerrar los sacos de patatas o para pasear por la habitación un tapón de corcho para divertir al gato y obligarlo a hacer el único ejercicio al que se presta. De hecho, este paquete con cordel me
recuerda a los envoltorios de seda de
Manuela pues aunque, en su género, el
papel sea por naturaleza más rústico que refinado, hay en el esmero puesto en la
autenticidad del empaquetado algo
similar y profundamente adecuado. Se
observará que la elaboración de los
conceptos más nobles parte de lo trivial
más tosco. Lo bello es la adecuación es
una idea sublime surgida de las manos
de un mensajero rumiante.
   La estética, a nada que uno reflexione sobre ello con una pizca de seriedad, no es sino la iniciación a la Vía de la Adecuación, una suerte de Vía del Samurai aplicada a la intuición de las formas auténticas. Tenemos todos
anclado en nosotros el conocimiento de
lo adecuado. Este conocimiento es lo
que, en cada instante de nuestra
existencia, nos permite aprehender la
esencia de la cualidad de lo adecuado y,
en esas raras ocasiones en que todo es
armonía, disfrutar de ello con la intensidad requerida. Y no hablo de esa
suerte de belleza que es dominio
exclusivo del Arte.
   Quienes, como yo, se sienten
inspirados por la grandeza de las cosas
pequeñas, la buscan hasta en el corazón
de lo no esencial, allí donde, ataviada
con indumentaria cotidiana, surge de
cierto ordenamiento de las cosas
corrientes y de la certeza de que es
como tiene que ser, de la convicción de
que así está bien.
   Desato el cordel y rompo el papel.
Es un libro, una hermosa edición
encuadernada en cuero azul marino, de
grano grueso, muy wabi. En japonés, el
término wabi significa «una forma
desdibujada de lo bello, una clase de
refinamiento disfrazado de rusticidad».
No sé muy bien qué querrá decir eso,
pero esta encuademación es
indiscutiblemente wabi.
   Me calzo las gafas y descifro el título.

                   Idea profunda n° 11

   Abedules
   enseñadme que no soy nada
   y que soy digna de vivir.

   Mamá anunció ayer durante la cena,
como si fuera motivo suficiente para que corriera el champán a chorros, que hacía diez años justos que había empezado su «psicoanálisis» (pronuncia la palabra como si llevara acento en todas las sílabas). ¡Todo el mundo estará de acuerdo en que es ma-ra-vi-llo-so! Sólo se me ocurre el psicoanálisis para
rivalizar con el cristianismo en la
predilección por los sufrimientos largos. Lo que mi madre no dice es que también hace diez años que toma antidepresivos. Pero salta a la vista que no se le ocurre que una cosa pueda tener que ver con la otra. A mí me parece que si toma antidepresivos no es para aliviar sus angustias, sino para soportar el psicoanálisis. Cuando te cuenta sus
sesiones te dan ganas de darte de
cabezazos contra la pared. El tipo dice
«mmm» a intervalos regulares
repitiendo el final de las frases de mamá («Y he ido donde Lenótre con mi madre»: «Mmm, ¿con su madre?»; «Me
gusta mucho el chocolate»: «Mmm, ¿el
chocolate?»). Si es así, mañana mismo
me hago yo psicoanalista. Otras veces le
endilga conferencias sobre la «Causa
freudiana» que, al contrario de lo que la
gente piensa, no son jeroglíficos
incomprensibles, qué va, tienen sentido,
sí, sí. La fascinación por la inteligencia
es algo fascinante. Para mí no es un
valor en sí. Gente inteligente la hay a
patadas. Hay muchos cretinos, pero
también hay muchos cerebros muy
capaces. Voy a decir una banalidad, pero la inteligencia, en sí, no tiene ningún valor ni ningún interés. Personas inteligentísimas consagraron su vida a la cuestión del sexo de los ángeles, por ejemplo. Pero muchos hombres inteligentes tienen una especie de virus: consideran la inteligencia como un fin.
   Sólo tienen una idea en la cabeza: ser
inteligentes, lo cual es muy estúpido. Y
cuando la inteligencia se toma por un
objetivo, funciona de manera extraña: la prueba de que existe no reside en el
ingenio y la sencillez de sus frutos, sino
en la oscuridad de su expresión. Si
vierais la literatura que se trae mamá de sus sesiones... Simboliza, aniquila los pensamientos excluidos del inconsciente y subsume lo real a base de maternas y
de sintaxis dudosa. ¡Un galimatías sin
sentido! Hasta los textos que lee
Colombe (está estudiando a Guillermo
de Ockham, un franciscano del siglo
XIV) son menos grotescos. De lo que se
deduce: más vale ser un monje pensante que un pensador posmoderno.
   Y, ahí no terminó la cosa, resulta que
además era un día freudiano. Por la
tarde estaba comiendo chocolate. Me
gusta mucho el chocolate, sin duda es lo
único que tengo en común con mamá y
con mi hermana. Al morder una barrita
de chocolate con avellanas, noté que se
me partía un diente. Fui a mirarme en el espejo y constaté que, efectivamente, se
me había caído otro trocito más de
incisivo. El verano pasado, en el mercado de Quimper, me caí al tropezar con una cuerda y se me rompió un poco este diente, y desde entonces, se descascarilla de vez en cuando.
   Bueno, total, que se me cayó este trocito de diente, y me hizo gracia
porque me acordé de una cosa que
cuenta mamá sobre un sueño que suele
tener: se le caen los dientes, se le ponen
negros y se le van cayendo uno tras otro. Y esto es lo que le dijo su psicoanalista
acerca de este sueño: «Mi querida
señora, un freudiano le diría que es un
sueño sobre la muerte.» Tiene gracia,
¿no? Ya no es siquiera la ingenuidad de
la interpretación (dientes que se caen =
muerte; paraguas = pene, etc.), como si
la cultura no fuera un gran poder de
sugestión que nada tiene que ver con la
realidad del asunto. Es el procedimiento
que se supone que asienta la superioridad intelectual («un freudiano
le diría») en la erudición distanciada,
mientras que en realidad la impresión
que da es que es un loro el que habla.
   Afortunadamente, para recuperarme
de todo eso, hoy he ido a casa de Kakuro a tomar té con unos pastelitos de coco muy ricos y muy finos. Ha venido a casa para invitarme y le ha dicho a mamá: «Nos hemos conocido en el ascensor y hemos dejado a medias una conversación muy interesante.» «¿En
serio?», ha dicho mamá, sorprendida.
«Pues qué suerte tiene usted, mi hija
apenas habla con nosotros.» «¿Quieres
venir a tomar una taza de té y a que te
presente a mis gatos?», ha preguntado
Kakuro, y mamá, por supuesto, atraída
por la cola que podrá traer esta historia,
se ha apresurado a aceptar la invitación. Ya se estaba montando la película en su
cabeza, se veía en plan geisha moderna
invitada en casa del rico japonés. Hay
que decir que uno de los motivos de la
fascinación colectiva por el señor Ozu
se debe al hecho de que es de verdad
muy rico (según parece). Total, que he
ido a su casa a tomar el té y a conocer a
sus gatos. Bueno, en lo que a ellos
respecta, tampoco me convencen mucho
más que los míos, pero al menos los de
Kakuro son decorativos. Le he expuesto
mi punto de vista, y me ha contestado
que creía en la sensibilidad y la
capacidad que tiene un roble de irradiar buenas vibraciones, y por lo tanto, con
más razón, creía también en las de un
gato. De ahí hemos pasado a la
definición de la inteligencia, y me ha
preguntado si podía anotar mi fórmula
en su libreta: «No es un don sagrado, es
la única arma que tienen los primates.»
   Y luego hemos vuelto a la señora
Michel. Él cree que su gato se llama León por León Tolstoi, y los dos estamos de acuerdo en que una portera que lee a Tolstoi, así como libros de la editorial Vrin, quizá se sale un poco de lo corriente. Él tiene incluso elementos
muy pertinentes para pensar que le gusta mucho Ana Karenina y está decidido a enviarle un ejemplar. «Así veremos su reacción», me ha dicho.
   Pero no es ésta mi idea profunda del
día. Viene de una frase que ha dicho
Kakuro.
   Hablábamos de la literatura rusa, que yo no conozco en absoluto. Kakuro
me explicaba que lo que le gusta de las
novelas de Tolstoi es que son «novelas
universo» y, además, que la acción
transcurre en Rusia, ese país en el que
hay abedules por todas partes y en el
que, cuando las campañas napoleónicas, la aristocracia tuvo que volver a aprender el ruso pues ya sólo hablaba francés. Bueno, ésta es una típica conversación de adultos, pero lo bueno con Kakuro es que todo lo hace con educación. Es muy agradable oírlo
hablar, aunque te traiga sin cuidado lo
que cuenta, porque te habla de verdad,
se dirige a ti. Es la primera vez que
conozco a alguien que se interesa por mí cuando me habla: no espera aprobación
ni desacuerdo, me mira con una
expresión como si estuviera diciendo:
«¿Quién eres? ¿Quieres hablar conmigo?
   ¡Cuánto me gusta estar contigo!»
   A eso me refería cuando hablaba de
educación, esta actitud de alguien que le da al otro la impresión de estar ahí. Bueno, así en general, la Rusia de los
grandes rusos a mí me importa bastante
poco. ¿Que hablaban francés? ¡Pues, qué bien, enhorabuena! Yo también y no
exploto a los mujiks. Pero, en cambio, y
aunque al principio no he entendido muy bien por qué, he sido sensible a los
abedules. Kakuro hablaba del campo
ruso con todos esos abedules flexibles,
cuyas hojas sonaban como un murmullo, y me he sentido ligera, ligera...
   Después, reflexionando un poco sobre ello, he comprendido en parte mi
repentina alegría al hablar Kakuro de
los abedules rusos. Me ocurre lo mismo
cuando se habla de árboles, del árbol
que sea: el tilo en el patio de la casa de
labor, el roble detrás de la vieja granja,
los grandes olmos que hoy ya no existen, los pinos doblados por el viento en las
costas ventosas, etc. Hay tanta
humanidad en esta capacidad de amar
los árboles, tanta nostalgia de nuestros
embelesos primeros, tanta fuerza en este sentirse tan insignificante en el seno de
la naturaleza... Sí, eso es: la evocación
de los árboles, de su majestuosidad
indiferente y del amor que por ellos
sentimos nos enseña cuan irrisorios
somos, viles parásitos que pululamos en
la superficie de la tierra, y al mismo
tiempo nos hace dignos de vivir, pues
somos capaces de reconocer una belleza
que no nos debe nada.
    Kakuro hablaba de los abedules y,
olvidando a los psicoanalistas y a toda
esa gente inteligente que no sabe qué
hacer con su inteligencia, de pronto me
sentía más adulta por ser capaz de
comprender la grandísima belleza de
estos árboles.

La elegancia del erizo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora