26. Enmascaramientos

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Nuevamente, ahí se encontraba Catalina. 

Observando a la lejanía de ese pasillo a la Isabelina. Esta seguía haciendo exactamente lo mismo, miraba con denuedo lo que sucedía del otro lado de ese tan misterioso ventanal.

Su curiosidad no había desaparecido, como la confusión y la frustración de conocer el porqué de todo lo que estaba sucediendo. Con decisión, sus pies volvieron a andar para llegar a su esperado encuentro. Teniendo de nuevo el acompañamiento de esos tres campanazos, retumbando con incontrolable intensidad en sus oídos mientras más se acercaba. Esa inquietante oportunidad de saber por fin lo que ocurría, le empezaba a provocar miedo por lo que podría escuchar, ver o no ser capaz de descubrirlo otra vez.

—¿Tía Isabel? —dijo lentamente Catalina, sorprendiéndose con espanto, de que esta vez sus palabras si tenían sonido—. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué... qué estáis haciendo?

Y sin embargo aunque podía hablar y estaba a su lado, la inglesa no le prestaba ni una mínima atención. Solamente la ignoraba.

—¡TIA ISABEL! ¡TIA ISABEL! —gritó con todas sus fuerzas, pero seguían siendo en vano. Parecía que nada iba hacerla cambiar su actitud ensimismada hacia el ventanal. Turbándose, cuando esta levantó uno de sus dedos mientras permanecía muda, indicándole que viera a través del vidrio.

Y así lo hizo terminantemente.

Sus ojos se encontraron con una sala repleta de hombres, encubriendo en su tumulto algo que había en el centro y que no podía ser capaz de visualizar. De repente, comenzaron a despejar el lugar debido a que alguien estaba ingresando de las puertas. Una mujer. Vestida de entero negro y de cabellos rojos.

Ella... María Estuardo.

Rápidamente, Catalina llevó su mirar de nuevo al centro. Presenciando ojiplática lo que habían despejado esos hombres:

 Un banco de ejecución.

—¿Tía Isabel...? —habló con estremecimiento en su lengua mientras posicionaba ambas manos en el vidrio. Observando como su madre con ayuda de unas mujeres se quitaba la vestimenta negra para dejar a la vista un atuendo escarlata—. ¿¡Que está pasando!? ¿¡Que estáis haciendo!? ¡Decidles que se detengan! ¡Decid! —exclamó desesperada.

Pero su voz seguía siendo ignorada por la otra. Visualizando horrorizada como ahora su madre se arrodillaba ante el hiel bloque.

—¡Decidles que se detengan! —las lágrimas le comenzaron a brotar descontroladas—. ¡Ella es inocente! ¡Isabel, ella es inocente! ¡DECIDLES QUE SE DETENGAN! ¡DECIDLES!

Sus ojos seguían fijos en lo que ocurría y sus palmas daban frenéticos golpes al vidrio. María con templanza de hierro, prosiguió a colocar su cabeza en ese trozo que solo llamaba al ángel de la muerte. ¿Por qué estaba presenciando todo eso? ¿Por qué estaba a punto de presenciar la traumatizante ejecución de su madre, y ella sin poder hacer nada por ella? ¡Absolutamente nada! ¡No!

—¡Isabel! ¡Decidles que se detengan! ¡Decidles que se detengan! ¡Os lo imploro! ¡María es inocente! ¡Decidles que se detengan! ¡DECIDLES QUE DETEN...! ¡MADRE! —un alarido salió de su boca, al presenciar como el verdugo alzó su hacha y la colisionó agresivamente contra el cuello de su madre. Las piernas le flaquearon en ese horror, obligándola a desvanecerse lentamente hacia el suelo. Siendo perseguida por el macabro sonido de otro hachazo, y después otro.

Tres hachazos.

Tres hachazos le robaron la vida a su madre. ¡Y ella lo vio todo, y no pudo hacer nada para salvarle! ¡NADA! ¿Qué clase de señal maldita era esa? No, esa no era ninguna señal, lección ni enseñanza, eso era un augurio. De que ella caminaba por el mismo camino de su madre, y que tarde o temprano ese iba a ser su...

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora