38. Escalera imperial

211 8 0
                                    

Su almuerzo entre hombres fue asimismo excepcional. Hasta podría decir que se sintió más cómoda de lo acostumbrado. Pero no lo suficiente como para sacarse la pesadumbre de la conciencia. No logró volver a encontrar un momento adecuado para confesarles que la idea del compromiso Moray y Gordon no había sido nada suya, sino del Oldemburgo. 

Y ya lo sentía bastante injusto, cuando en un principio lo vio de lo más normal y que le era necesario para que se adaptase debidamente a su nueva vida. Una muy limitada. Y aunque ya han pasado varios meses desde que reside en Escocia, sigue igual. O quizá mucho peor. Era solamente un bárbaro extranjero y rico. O como ella le llamaba: "Vikingo de la vanidad"

El inaudito afortunado de la Europa actual. Pero al menos, Catalina pudo reconocer su error a tiempo de algo peor y lo remedió de una buena forma. Durante de esas dos semanas, precisó de su ayuda. Creyendo que lo hacía sentirse útil e importante, aunque fuese algo pequeño o no tan significativo. 

Mas aun cuando quisiese, tal vez, ayudarle con algo más considerable no sabía bien que hacer. En primera parte, por el beneplácito o la autorización y en segunda, un poco por la inseguridad y miedo. El poder corrompe y... todavía no estaba preparada para ponerle a prueba en eso. A pesar de que hace poco solo le ha demostrado lo opuesto. Y que incluso, al momento no le ha captado esas actitudes ambiciosas fuera de su alto engreimiento.

La verdad... ¿¡Por qué esto ahorita!?

Pensar ello le era otro quebradero de cabeza, uno sin final evidente. Pero debía tomárselo más con calma, tal vez más adelante podría retomarlo y buscarle una precavida solución. Escocia era lo único que debía abarcarla. Era su preocupación urgente; volverse intocable para los nuevos golpes o cualquier sea el mal presentimiento. Ya luego se pondría a pensar en las trivialidades domésticas y cortesanas. 

El día estaba templado y a la vez con suave calidez. Uno que otro haz de luz, se colaba por el vidrio del ventanal donde ella estaba oculta. Literal, oculta. La extrema atención puede ser para muchos un deleite, pero no para sí. Sentir como eres el absoluto centro para los que os rodean, le era casi agobiante. Por lo que buscando un poco de privacidad, se refugió en el ancho y sostenible alféizar.

Era un buen refugio; sobre todo para tener buen sosiego, aunque el lugar estaba un poco empolvado. Mientras tanto, leía con detenimiento un libro de poesía. Estos los tuvo que hacer de lado asimismo, por los de política y economía. Que en realidad no eran tan aburridos, pero para nada de su gusto. Les faltaba el pintoresco léxico, la febril imaginación humana y la sensación de hacerte parte de una inverosímil fantasi...

—¿Se puede?

Eso vino del otro lado de la gruesa cortina.

—Pues, no me queda otra salida más que decir que sí —continuó su lectura, pero el peso de ese azul estaba siendo muy fuerte.

—¿Qué leéis? —le preguntó Erik, a los segundos, quien fue el mal que la halló.

—Venus y Adonis, Shakespeare. Oíd —indicó la cita donde estaba su lectura—. «Diga yo "buenas noches", y dilo vos también; que si lo hacéis tendréis un dulce y largo beso. Y, "Buenas noches" murmura y antes que él diga "adiós", se cobra el dulce pago que es de la despedida: los brazos de ella ciñen su cuello en dulce abrazo; fundidos en un cuerpo al unir ambos rostros. Hasta que él, sin aliento, se desliga y retira la humedad celestial de sus corales labios que conocen sus labios sedientos de dulzura, labios que ya saciados se quejan de sequía: el por tanta abundancia, ella por la escasez, juntos los labios de ambos, caen a tierra enlazados» Y ahí, Adonis corrompió banal la pureza celestial de la diosa Venus.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora