63. La confesión

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Usando de excusa lo mismo del Estado, pidió que pausaran unos minutos la obra para poder leer detenidamente una de las cartas en un lugar privado. Por intervención del mismísimo Conde, le sugirió que utilizase su despacho, y ella accedió sin ni un titubeo. 

Puesto que era exactamente el lugar, donde llevaron las demás correspondencias. Aunque la verdad, no argumentó tanta palabra porque estaba echa un lio. Del cual no podría deshacerse hasta que leyese esa rara carta de sello azul con silueta de una lechuza y todas sus peligrosas suposiciones terminasen.

El despacho era algo amplio, pero sin perder el ambiente sombrío de la antigua fortificación. Teniendo de lozano, una pintura en el centro que deslumbraba a una mujer de castaño claro y ojos de tono aceitunados; la amada esposa de Jacobo. Esa sin duda debia ser la pintura que Erik le hizo par... No, no, no, ahora mismo debia estar concentrada en lo fundamental. Una desilusión que, aunque venia estudiándola, no estaba lista aún.

Aspirando una bocanada pesada, se fue rápida al escritorio del Conde y lo revisó todo tratando de no provocar desorden y luego sospecha. Sin embargo, lo que buscaba no lo encontró. No podía haberse equivocado, ¿o sí? Había visto una carta con sello azul, pero ahí solo habían con sellos rojos. Al parecer fue solo alborote suyo; un reflejo de su aun no sepultado temor, de que intentasen sobrepasarla o truncarla nuevamente.

Temblaba todavía, pero no solo por ello y la tremenda confusión, sino por una ventada escalofriante que se coló de una de las ventanas mal cerradas. Se acercó, y cuando iba a cerrarlas debidamente otro horrible relámpago e imponente trueno atacaron a lo lejos del valle escocés. Solo que estaba vez dejaron a la observancia algo mucho peor.

A él. Esa espeluznante y retorcida silueta negra que solo le podia pertenecer a... 

¡Otra vez! Y... eso solo podía decir dos cosas:
O estaba en peligro o alguien le traicionaba.

—Alguien le traicionaba... —repitió a voz audible, alterándose completamente. Cerró sin pasividad esa entrada y con rapidez todas las cortinas, para dejar de verle y que él la pudiese ver asimismo—. Oh, por Dios.

Con el mismo fervor de su anterior acto, regresó al punto inicial por algo en especifico. Revisó ahora cada una de las gavetas, revelando que una de las inferiores estaba bajo llave. Por lo que antes de que ya perdiese los estribos, se puso a examinar cada jarrón, cofre, decoración pequeña y grande, estante y esquina, pero continuaba en lo mismo.

«Proclamaos, proclamaos abiertamente como la sucesora de la Tudor. Así no quedará ninguna duda de quien es la legi...»

Y eso, aparte de más desespero le estaba causando unos cortos pero terribles mareos.

Se tuvo que detener y sostenerse de uno de los bordes del escritorio. Tratando de recomponerse. Y fue ahí cuando le dio un destello de claridad. De nuevo sus ojos se guiaron al lienzo de Margaret y todo parecía cobrar sentido. Sus pies actuaron solos en determinación y sin perder tiempo, palpó sus lados y sus subalternas esquinas doradas.

—Vamos, vamos, vamos —hizo el cuadro un poco a la izquierda, con el temor de hacer un resonante desastre. Pero en lugar de eso fue una victoria. Pues una suelta llave salió desprendida al instante—. Excelente...

Abrió la gaveta y observó una cajita vieja de mediano tamaño. Siendo el ahora o nunca, la destapó para solo descubrir que estaba vacía. Y eso fue para la joven un grandioso alivio.

Que no le duró mucho, pues mas en el fondo de la gaveta había un papel doblado a la mitad. Una carta, o uno de sus borradores.

«Su majestad, Isabel.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora