6. Divina contienda

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Su mirada suplicaba auxilio al capitán McLean, con quien era había tropezado.

—¡Catalina! —hizo una rápida reverencia—. ¡Debéis de ir a degustar unos dulces blancos de la mesa de allá! —señaló la ubicación de la mesa por un arrebatado segundo—. ¡No sé de qué eran pero me he comido como veinte!

—Salvadme... —expresó solamente con desgane, sin hacer caso a su ofrecimiento con emoción, que seguro era para degustar esos asquerosos dulces de menta daneses.

—¿Acaso, Su Gracia no está contenta con su fiesta? —entendido, sonrió bonachón.

—¿Mi fiesta? La de mi prometido —refutó.

—¿Qué pasa? ¿Problemas en el paraíso?

—No hace gracia, Ernesto —le reprochó, cruzándose de brazos. Aspirando con fuerza aire, se alistó a desahogar su infinita cólera con el McLean—. No crearais lo que me dijo el detestable de Larsen hace segundos. Quiere que le otorgue a ese vikingo el ducado de Albany, y además que le ceda la suma de casi dos millones de chelines. Según él, porque viene del reino más poderoso y rico de toda la faz de la tierra, como si Dinamarca estuviera salvando a Escocia de a saber qué. ¡Tremendo disparate! Más bien ellos son lo que saldrían beneficiados con este enlace, no Escocia y mucho menos yo... Solo le faltó atreverse a decir que gracias a Dinamarca; lugar donde de seguro los ríos emanan leche y miel, y donde del cielo brota el más purísimo oro, es que yo voy a poder asegurar mi legitimidad en el trono inglés. Por qué os juro que si él hubiese dicho eso, lo hubiese... golpeado capaz.

El McLean atendía con inmovilidad, como le hervía la sangre a la joven monarca cada vez que habría sus ovales y coralinos labios para protestar desmesurada. Él debatía silenciosamente, en si debiese atreverse a intentar calmarla, sabiendo que al hacerlo se arriesgaría a salir insultado y agraviado por esta como sucede casi cotidianamente.

Soltando impresionado un casi reprimido silbido, el capitán se armó de valor para dirigirse a una encolerizada Estuardo.

—Bueno... Dinamarca, por lo que podido oír, posee una excelente armada y colosales barcos —comentó sobando su cuello.

Catalina inmediatamente volteó a verlo con los ojos entrecerrados y llenos de recriminación. No podía creer que Ernesto, intentara apaciguarla con sus impertinentes cometarios militares. Lo que menos quería en ese preciso momento era pensar en guerras y hostilidades sangrientas. Solamente le faltaba eso, para perder la poca cordura que le quedaba ante tanto suceso agrio y nuevo.

—Armada y barcos que no sirven de nada —aseguró, con rapidez—. Si Dios no lo quiera, tuviésemos una guerra, tardarían siglos en llegar hasta aquí —gruñó ahora, comenzando a jalar y jalar exasperada aire por su nariz.

El otro por su parte, empezó a reír con imprudencia, como el gran inmaduro que era, e intentó tocar burlón las líneas profundas que se le marcaron ya en la frente a esta.

—¡Ernesto! —le reprendió apartándole violenta sus dedos a pocos centímetros de su rostro. Como le molestaba la actitud tan chocarrera del capitán, que siempre se presenta, sin retraso alguno, en los momentos más inoportunos y serios—. No sé porque tanto alardeo sobre ese reino... Si hubiera sabido de antemano que, desbordaban en riquezas, os juro que, me hubiera atrevido a pedir un cuantioso dote por el danés.

—Y de paso también, le hubierais solicitado que, se presentase ante vos usando un exquisito velo de castidad. De preferencia en rojo —terminó soltando otra carcajada.

—No hace gracia Ernesto —le vuelve a reprochar, sin ser tampoco capaz de retener la curvatura de su boca y la emisión de una ligera risa, al imaginar por un momento lo que dijo. Estaba pensando seriamente en si convertirlo en el nuevo bufón de la corte. Ese sería sin duda su trabajo ideal—. En serio, ¿cómo es que sois mi más grande amigo?

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora