67. Promesas

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La ajena insistencia fue tanta, que accedió. Limpió pesarosa su rostro, y escondió el tremor de sus manos, que dejaban en vista el inmenso esfuerzo que estaba haciendo por quedarse entera y no hacer desvariadas tonterías. Mas, por las frescas memorias que se arañaban una y otra vez en frustración.

Esa guerra de intrigas ya ha sido suficiente.
Ella ya no quería ver más a su gente, muerta.

Las dos cubiertas por unas gruesas mantas, le acompañaron. Caminaron por los límites de la propiedad mediante la escasa luz de una lampara. Y mientras más caminaban, más notorio se volvió ese relinche dulce de corcel. Ese quien solo exclusivamente podia ser...

—¡Galateo! —Catalina cojeando, corrió y se tiró a él para enganchársele—. Mi hermoso caballito de andaluz... —besó su cuello y acarició sensible su lomo—. ¿Cómo llegó?

—Por supuesto no solo —dijo el hombre—. Y tampoco el otro que está en la otra esquina.

Ese caballo tambien era demasiado familiar.

—¿Cómo así, señor? —cuestionó Mariam.

—Había dos hombres que estaban rondando con desespero la zona. Obviamente que para buscarlas. No me podia dar el mérito de que me viesen, así que tuve que dejarlos inconscientes y arrastrarlos hasta aquí.

—¿A quiénes? —preguntó ahora, la monarca.

—A ellos —señaló a su costado, sorprendiéndolas enormemente.

Eran su otro sabueso Haroltt Duff, y Erik.

Cuando el banquete no podía ser más grande...

—¡Él es mi esposo! —señaló al Oldemburgo.

¿Qué estaba haciendo aquí? ¿¡Ambos que!?

—Lo sé —dijo el hombre—. Si no, no estuviese aun vivo. Como el otro guardia vuestro.

Esa sanguinaria actitud, le encrespó el vello. Pero mientras supuestamente estuviese de su lado, la protegiese, no le iba a cuestionar.

—Ya pues —dejó a su caballo—. Ayudadnos a llevarlos adentro, que se van a congelar.

Cuando creía que no podía arrastrar a más gente, estos dos se aparecían. Seguro Erik se percató de su ausencia y convenció —por no decir le demandó— a Haroltt de que fuesen a buscarlas. Seguro ya habían contemplado el violento infortunio. A saber que estarían figurando sus mentes, antes del golpe tramposo que les dio el hombre misterioso. 

Este, los cargó adentro sin mucho inconveniente, y los colocó, a uno en la esquina de una de las paredes y al otro al pie de la cama. Los dos no reaccionaban aún.

—¿Pero que golpe fue ese? —le encaró, tratando de darle aire a Erik. Este hombre al parecer no tenía limites—. No reaccionan. Y he de creer que ya llevan mucho así.

—Lo harán, muy pronto, por lo que me voy.

—¿Cómo así? —le indicó con una seña a Mariam, que estuviese al pendiente de ellos.

El hombre de repente hizo oído sordo a su pregunta, y a las que le hizo en consiguiente. Salió de la cabaña y empezó a preparar su bayo caballo. La joven monarca lo siguió con propio dolor y a rastras entre los bultos blanquecinos y gruesos. Y puso una mano en la montura para así determinada detenerlo.

—¿Cómo que os vais? ¿Nos dejareis así?

—Ellos no pueden ver mi rostro —hosco sostuvo su protocolo—. Y vos tampoco deberíais haberlo hecho, ya me arriesgué.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora