56. Hechos y mancillas

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Con arrebatamiento, su mirada empañada se levantó en una llamarada que la curó toda.

—Erik —pronunció con emoción, observando como este estaba por completo despierto, aunque con el semblante pesaroso—. Erik... —pronunció una vez más, pero cambiando el tono a uno más áspero, mientras inició a torcerle la mano para el lado izquierdo.

—¡Ah! —se quejó—. Catalina, me estáis dob...

—¡Os la voy a quebrar! —aclaró agresiva—. Todo este tiempo me estabais escuchando y haciéndome sufrir y no dijisteis nada.

—No, no... Os lo juro, yo apenas....

De repente y de un solo, Catalina le soltó. Y cambió su postura a la anterior. Solo la profunda emoción. Se le acercó todavía más, siendo lo más cuidadosa posible y le vio directamente. Algunas escurridísimas lágrimas, aun se le amotinaron en los ojos y luego se soltaron hasta sus mejillas.

—Ya no lloréis más —de una a una, Erik comenzó a limpiar sus lágrimas en enorme dedicación y con la yema de su pulgar. 

Respondiendo la joven ante su toque, con un cerrar de ojos reconfortante y anhelado.

—¿Cómo no con tremendo susto que me habéis hecho pasar? —los volvió a abrir.

—Lo siento —dejó de tocarla—. No quise haceros esto. Ni ser un imprudente. Pero no pude ser capaz de evitarlo. Cuando estuve en la residencia del Conde y él salió, he escuchado a varios de sus criados referirse al asunto que iba a tratar y luego reticente lo seguí sin más. Hasta que llegué a una cantina y averigüé que era todo por Bothwell y...

—Shh... Ya hablaremos de ello. Ahora no.

—Pero se debe. Conoced que... me he nublado al creer que podrían causaros problemas y haceros daño. Porque, no entendí hasta después que quiso hacer Arran y, sabed que sorprendentemente nunca he sido muy bueno con la espada y combate, como que nunca me ha dado de verdad miedo la muerte pero, esta vez y por un momento creía que quizás no la libraría y... no volvería a veros otra... —se calló al sentir su mano tocar su frente, para ver si tenía fiebre o delirio—. ¿Qué hacéis?

—Yo, yo s-solamente estaba...

—No necesito tener fiebre o... estar ebrio para decir las cosas que más profundamente pienso o siento —dijo—. Y, siempre me decís que debo hablar más y de mí y pues estoy tratando, a cómo puedo, ahorita, Su Gracia. Si me permitís, quiero aclararos todo y...

—Lo siento —se disculpó como por infinita vez con este—. Pero no necesito que me aclaréis lo que sucedió. Ya lo sé todo y ya me encargué del resto. Y si pensáis que me he enojado con vos, sabed que no, porque aunque fuisteis imprudente, respetasteis mi autoridad y no pasasteis sobre mí. Así que no os preocupéis más ni os desgastéis en eso. Gracias a Dios no pasó a más y nadie perjudicado. Sobre todo vos. Estaréis bien lo prometo. Y todo estará bien lo prometo. Dejadme primero llamar al medic...

—No quiero ningún médico todavía. Solo deseo vuestra compañía y, que hablemos.

Ella quedó estática.

Y con todavía dudas de que si este estaba en sus cabales. Pero al parecer si, y más que si...

—Os tomaré el silencio como un está bien. —Se le quedó observando de una forma muy honda, de esa que solía hacerle casi siempre en secreto o a claridad pura—. Catalina, ¿es cosa de que estoy medio moribundo o es que siempre brilláis así como el sol radiante? —pausó—. No, es así siempre. Pero... puedo notaros un horrible y pesaroso desvelo.

—¿Cómo no? —dijo procurando no sonrojarse. Pero no funcionaría y más con tal recóndita, insólita y nueva actitud—. Durante toda la noche y madrugada no he pegado los ojos ni un solo segundo. Para... estar completamente pendiente a vuestro estado y para orar con fervor a nuestro Señor Jesús. Y os aseguro, que hubiese hecho lo mismo días y semanas hasta que os encontraseis bien.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora