14. Perlas de la nostalgia

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«Mi queridísima Compatriota.

Me alegra saber de qué os encontráis bién, a pesar del inesperado desastre que os ocurrió. La impotencia y la frustración, que de seguro habéis de sentir en estos momentos, igualmente me han acompañado desde que me he enterado, aquí en el tedio de mi camastro en Richmond. Pero, nos es necesario alzar la barbilla y mirar hacia adelante.

Y con esto quiero que sepáis, que siempre me ha gratificado grandemente vuestras virtudes como vuestros ideales, las cuales me hacen remembrar a las mismas de mi juventud. Orgullosa en gran manera, pero, nos encontramos desafortunadamente en circunstancias y posiciones difícilmente igualables, por eso mismo, os congratulo por adelantado al gran paso que estáis por dar, el del matrimonio. Una palabra fácil de pronunciar pero complicada de interpretar.

Mi experiencia nula sobre ello, solamente me hace aconsejaros tener mucha paciencia y mansedumbre. Esos deben ser vuestros fundamentos propicios para el camino. Y tal vez para todos los otros. Con esto, os digo que, hay que saber cuándo es necesario obedecer y ceder, mucho antes que imponer y refutar.

Paciencia y mansedumbre, no lo olvidéis.

Esperando que toda la felicidad y el amor toquen a vuestra puerta, os escribo con todo mi corazón y mi cariño desde Inglaterra.

Isabel Tudor»

Nada. Absolutamente nada significativo. Solamente me ha escrito para hablar de matrimonio. Pero, absolutamente nada sugestivo sobre las suposiciones infundadas que aseguran todo el mundo, y apenas ha querido tocar el tema de mi intentado.

Es de entenderse en cierto punto, debe permanecer en reposo y lejos de sobresaltos, por su delicada situación, que se deja entrever en las pequeñas manchas y letras corridas de su carta. Aun así, esperaba algo más revelador de tal mujer que su llamado a la obediencia y sacrificio.

Escapándose de entre las cortinas, un fuerte ventarrón hizo aparición en aquella habitación. Apagando súbitamente la vela encendida sobre su buró. Cubriendo a la joven en la total oscuridad de la madrugada.

El fuego de la chimenea también se había consumido, ya ni siquiera el rojo de las brasas existía. Comenzándole a inquietar la penumbra, Catalina salió de su cama en dirección a la puerta, temiendo magullarse por andar a ciegas y descalza. Con mucho esfuerzo llegó hasta las frías manillas de la puerta. Tomándolas en ambas manos, continuó a abrirlas, de manera lenta.

Al hacer eso, entrecerró instantáneamente sus ojos, debido al golpe de nítida luz, que entró en ellos. Pero, ¿qué demonios...? Cuando por fin se repuso y fue capaz de abrirlos, no podía creer lo que estaba presenciando. Ese no era el pasillo que da a sus aposentos y mucho menos era su castillo. Aquel lugar era colosal. Apenas su vista podía abarcarlo con claridad absoluta. El techo abovedado parecía llegar hasta el mismísimo cielo, adornándolo majestuosos tonos y ornatos en dorados.

Un escalofrió la estremeció de pies a cabeza, provocando que se arrullara ella misma con sus brazos, en busca de un calor que manifestaba nunca haber existido. Soltó un repentino soplido, el cual claramente visualizó por el frio que la acorralaba y que presagió iba a congelarla. Perturbada, se acercó a una ventana contigua entre aquel pasillo y lo que visualizó la dejo desorbitada. Una densa manta blanquecina recorría todas las afueras de aquel palacio forastero.

Y que en nada se asemejaba al de ella.

¿Nieve? Pensó con gran desconcierto. Era demasiado pronto para que estuviera nevando, y más en esa gran magnitud. Nuevos temblores emergían con perseverancia, obligándola a volverse a arrullar con sus palmas, esperando un poco de calor entre aquella extrema frialdad.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora