8. Leyendas, laúd y Holyrood

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Montados sobre sus corceles, entonaban las voces varoniles una antigua tonada. Al compás del genuino sonido del laúd, de la mano de unos mozos, que yacían recostados en una de las carretas andantes. Delante de estos, el jadeante carruaje ocupado por el escurridizo trío de damas y la mujer de años.

Entonaban los varones una y otra vez. Entre estos, el vigoroso Capitán Ernesto McLean; a su derecha, el Estuardo lejano de imponentes barbas castañas, Jacobo Conde de Arran; y seguido de este, su Alteza el príncipe Erik Oldemburgo. La joven monarca enfilaba el paso de toda la escolta, con su querido y noble amigo Galateo. Abriéndose camino por los verdes y airosos valles de Edimburgo en dirección al antiguo Palacio de Holyrood.

A pesar de ser un viaje nada oficial, por petición del Duque de Lennox, quien se quedó en Stirling para velar por los asuntos de Estado como es de costumbre, un numeroso grupo de soldados de la guardia real los acompañaban a los laterales. Lo más seguro, es que era por la misma razón por la cual no la habían dejado salir de los confines de la ciudad de Stirling. Debido a un fuerte acontecimiento pasado, ocurrido ahí mismo en Edimburgo, exactamente hace tres años. 

Por eso mismo, también decidieron usar una ruta poco reconocida y más solitaria.

Por su lado, Catalina en lo único que podía pensar era en, ¿cómo rayos es que llegó a convencerla? Nunca dejaría de asombrarse del poder persuasivo de su querida nana; aunque sabía de antemano, que la mujer no daría su brazo a torcer hasta conseguir que la monarca decidiera viajar al palacio para organizar esa cacería. Después de largas horas de insistencias y un desayuno arruinado, esta accedió a tal petición.

De todas formas lo hizo sin mucho rechistar, puesto que la cacería, era una de las pocas actividades al aire libre que más disfrutaba realizar. Pese a estar siempre sumida en la tranquilidad de la lectura, y solo en casa.

—Ya estamos cerca de llegar —avisó Jacobo.

El Conde que rondaba de la llegada de la cuarenta, fue el encargado de transmitirle y enseñarle esa pasión a temprana edad. Aún era capaz de recordar la vez que se lo presentaron oficialmente como su Lord Canciller a la tierna edad de doce años. Mientras muchos nobles como era cotidiano, le regalaban joyas, telas, juguetes muy hermosos y retratos en las reuniones privadas, él en cambio fue una ballesta.

Primer regalo y encuentro, que acabó con una mala experiencia entre una niña demasiado inquieta, un hombre demasiado flojo y una flecha fija en el sombrero de un tercero.

Como el seguido intento de lavarse las manos, culpar al otro y él diciéndole la frase con la cual ganó para siempre toda su simpatía, respeto y aprecio: "Pequeña traidora".

Desde ese entonces, Catalina siempre ha visto a Jacobo como una posible e ideal figura paterna. Y no le importaba de que fuera tan tosco, socarrón e intimidante casi la mayoría del tiempo, para ella este siempre sería a sus ojos un digno portador del apellido Estuardo. Y también uno de sus mayores favoritos.

—Ya lo intuí, Conde —contestó ella. 

El viaje fue más largo de lo previsto, tardaron casi una semana en llegar Edimburgo, a causa de las torrenciales lluvias que anuncian el presto invierno. Obligándolos a hacer varias paradas en distintas zonas para descansar y asentarse por las noches. Aparte de eso, nada había sido tan relevante, o bueno tal vez sí. 

Durante una de esas noches mientras se asentaban en las laderas de Falkirk, el sueño parecía haberle abandonado. Sin tanto esfuerzo por tratar de concebirlo, la joven salió de su carpa, envuelta en una piel para así no congelarse; al menos esa noche no había llovido. Caminó con el extremo cuidado de no despertar a su nana y a sus damas con quienes compartía también el mismo establecimiento, ya dicho, por su seguridad.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora