28. Una melódica duda

125 6 0
                                    

Pequeñas ráfagas de luz, golpetearon a su rostro. Sacándole una que otra mueca, mientras poco a poco se intentaba despertar. Con los ojos aun cerrados, Catalina quitó el brazo que estaba sobre su cintura. Y se incorporó como pudo, acomodando el tirante caído del vestido y así poder tallar sus ojos. 

Sintiendo como su conciencia le regresaba; incluida de un tremendo dolor de cabeza que se le acrecentaba a cada segundo posible.

—Por el amor a los cielos y a...

Abrió los ojos, quedando muda al observar a su nana y a sus damas viéndola frente a la puerta, y al mismo Erik acostado a su lado.

Oh, mi Dios... Hoy si, apiadaos de mi alma.

Y no era para menos. Pues, apenas llegó a sus aposentos, los problemas le comenzaron.

—¡Os lo ruego, nana! ¡Parad! —suplicó ella, con la cabeza sumida en la almohada—. ¡La cabeza me está estallando, por Dios santo!

—¿Y cómo no? Si os habéis puesto a beber como si fueseis barril sin fondo, Catalina.

—Y no sabéis cuanto me arrepiento...

—Si y no solo de eso debéis arrepentiros ya. ¿Cómo es que nos dejáis solos con ese hombre de Guisa? Estuvo preguntando por vos toda la bendita noche. Entretenerlo fue difícil. Y más porque no os imagináis cuanto lo detesto.

—¿Y creéis que a mi si me agrada? ¡Ni sé, ni entiendo porque es que sigue aquí! —rumió—. Ya nana... es suficiente. No quiero escuchar ni un reproche más, ni una queja... ¡Solo quiero que este dolor acabe, ya!

—Aún no he terminado. Porque ahora debéis arrepentiros, o más bien retractaros, de algo grave que habéis hecho. Ya he leído el dictamen para la ceremonia de nombramiento de ese McLean. ¿Por qué razón le habéis otorgado un título, y de vizconde? ¿Él os lo pidió, acaso? Decid.

—No, nana. Él no me ha pedido nada.

—¿Entonces? —su enojo la irritaba más.

—Si le he dado ese título es para reafianzar más su nueva posición, porque todos sabemos que le falta más debida experiencia. Aunque sea totalmente digno de ese puesto. Y también lo he hecho como un regalo de mi parte —explicó, intentando no desfallecer por el maldito martillazo constante en su cabeza.

—¿Un regalo? ¿Por ese nombramiento? Solo debíais congratularle y dejar que besara vuestra mano, y ya. No es apropiado, ni debido que le otorguéis nada. Y peor aún a un McLean. Son todos unos interesados y pretenciosos. Aumentareis su arrogancia.

Little ya estaba colmando su paciencia.

—Nana, ¡si yo quiero puedo hacer a la criada que lava mi ropa Duquesa! Y veremos quién va a refutarme esa decisión. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo con alguien que si se lo merece, como Ernesto? Quien sí os ha olvidado, siempre ha estado a mi lado y que a pesar de que cuenta con mi estimación, nunca me ha pedido algo para su beneficio. Nada. Porque él no es como su padre. Como además, él dio sin pensar su vida por mí. ¿Qué más razones necesitáis para entender el por qué confió tanto en él y le aprecio igual?

—Así que, ¿volvemos a santificarlo? —cuestionó—. A veces me arrepiento de haber permitido esa amistad. No sabía que llegaría...

—Llegáis tarde. Así que ya dejadlo así. No cambiaré ninguna letra de ese dictamen. Solo os ruego de que me deis algo de beber que me quite este dolor. ¡Me estoy muriendo! ¡Oíd!

Su nana exhaló aun visiblemente molesta.

—Está bien, no diré nada más. En especial por vuestra ausencia en la celebración. ¿Sabéis por qué? Porque al menos eso sirvió para arreglar los problemas que sea que había en vuestro matrimonio. Y me alegra grandemente. Ese asunto ya me tenía muy nerviosa y preocupada. Por lo tanto, relajaos en esa almohada y tomad mucha agua. Iré a la cocina para pedir que os hagan una infusión de jengibre, y preparen desayuno.

Coronada en Gloria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora