[41] La otra cara de Catalina

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[Drox Bowers]

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[Drox Bowers]

La otra cara de Catalina.

Una de las enfermeras del hospital había entrado a la habitación en la que me encontraba poco después de que mi familia se marchara del edificio.

La mujer de avanzada edad, pelo negro y baja estatura, había chequeado mi hinchada y pastosa herida de quince centímetros por un largo rato, primero había revisado las puntadas y luego, tras limpiarla y untarme una pomada amarillenta de tacto frío, me había cambiado la gasa esterilizada bajo la atenta mirada de Vlots, obligándome a mantenerme inexpresivo a pesar del dolor que estaba sintiendo.

«¿Por qué tenía que mirarme de ese modo tan fijo?».

La pelirroja seguía cada uno de sus movimientos y de mis gestos como si estuviera buscando la respuesta a un avance científico.

Quince minutos más tarde, cuando la enfermera nos dejó solos, llegó otra que ella misma había enviado para que me trajera de comer, lo cual agradecí profundamente (muy a pesar de que la comida sabía horrible), pues sentía más hondo el hueco en mi estómago que el dolor de mis costillas en recuperación.

Es por eso que, a pesar de mis quejas me terminé comiendo aquel guisado de carne de cerdo y aquella gelatina de cereza sin oponer resistencia.

«Prefiero mil veces las sopas de Amabel».

Vlots se había quedado a mi lado durante cada segundo, sus manos se deslizaban por mi cabello castaño, acariciándolo de forma suave y luego bajaban por mi cuello dibujando un caminito sobre la piel de mi pecho, estremeciéndome por la lentitud de sus movimientos.

—Deja eso —le imploro cuando siento su mano comenzar a descender por la línea de mis abdominales, muy cerca de mi ombligo, enviando fuertes palpitaciones a mi bobis—. ¿Intentas provocarme? —le pregunto dejando la bandeja con el plato vacío junto a la mesa.

El sonido seco que se produce al hacer fricción el hierro contra la madera y los trastes al caer en la bandeja la pone alerta.

Muy pronto sería la una de la madrugada, el reloj circular en la pared me lo confirma.

Ella levanta la mirada de mi pecho cubierto por la horrible bata del hospital y me mira con sus hermosos ojos azules.

—No seas ridículo...

—Lo estás haciendo porque sabes que en este estado no puedo tocarte —murmuro—. De otro modo no estarías tan liberal.

Su expresión se mantiene igual, confusa, como si hubiese hecho todo lo anterior sometida a un trance.

—¿De qué hablas?

—De que dos meses atrás hubieras estado hincada frente a una cruz rezando, o preparándote para pedirle perdón a tu Dios en la hoguera del viernes, solo por tocarme de este modo.

El miedo de Drox © [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora