[19] La hipocresía tiene dos caras

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La hipocresía tiene dos caras.

Como cada amanecer del segundo día de la semana litúrgica, los alumnos de la escuela «La Luz del Mundo» fuimos transportados por nuestra rectora, la señora Genoveva Houston, a la iglesia con el mismo nombre.

El cielo apenas había comenzado a tomar color y las débiles luces del sol chocaban en nuestros cabellos al momento en que avanzábamos por la hierba y la tierra.

La señora Houston a su avanzada edad no es más que una monja desgraciada que persiste abusivamente en castigar a sus discípulos de forma invariable con los porrazos de una regleta. Su cabellera negra azabache hacía años que había perdido el color y evolucionado en un tono blanquísimo como el algodón de las ovejas; todo el tiempo lo llevaba oculto bajo las telas negras de su hábito y en muy pocas ocasiones envueltos de forma correctísima en una cebolla.

Ella jamás sonreía y su semblante estaba cubierto por unas gruesas arrugas que remarcaban su vejez haciéndote pensar que no llegaría con vida al próximo invierno, para la suerte de todos, o tal vez la desdicha, siempre lo conseguía.

Es por eso que cada vez que se dirigía o pasaba por algún lugar que estaba Drox, él le contestaba fingiendo estar escandalosamente alarmado y lleno de inquietud, con las mismas palabras: "¡Por Dios... Anciana! ¿Y usted no se murió?", o, "¡No se me acerque así! ¿Quiere matarme?".

Con su perpetuo nivel de irrespeto.

Luego de 83 inviernos en el pueblo la señora Houston se había acostumbrado a los infortunios de las tormentas y las ventiscas, así que cuando llegaban estos eventos casi nadie se preocupaba por ella —a excepción de Cora y Deidra Glassford, dos monjas jóvenes que durante veinte años la habían ayudado a sobrevivir—, después de todo es una vieja amargada y sería un favor para ella misma que el Padre Celestial decidiese llevársela acabando con su tortura, y la de los estudiantes, claro.

Ambas hermanas presidían con firmeza el grupo de alumnos mientras éramos llevados en cuatro implacables hileras, uniformados, por el jardín de la escuela en dirección a la capilla.

—¡Rectos! —exige Cora con su constante expresión de malhumor.

En ese momento pasábamos por las altas rejillas de hierro negro que separaban el cementerio, los árboles y el río del resto del pueblo. Comenzamos a caminar en fila por la fría hierba, bajo los imponentes muros tétricos de piedra, que formaban la estructura de la abadía, hasta que llegamos al pasillo, iluminado únicamente por la débil luz del sol que se filtraba hasta el oscuro suelo por unos pequeños huecos ovalados en la pared.

Durante meses había pensado en ser monja cuando volviéramos del sanatorio espiritual para señoritas, pero la amargura de esas tres mujeres había borrado todo deseo de mi cuerpo.

El miedo de Drox © [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora