Capítulo 17

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Tras varios largos e interminables días de viaje, llegué por fin a la posta de la montaña. Lo primero que hice nada más poner un pie dentro fue, como me había prometido, deshacerme de la armadura ignífuga. Era útil, sí, pero también terriblemente incómoda. El caso apenas me permitía respirar, y mis hombros ya protestaban debido al peso. Además, el tintineo que producía el metal al entrechocar me ponía de los nervios.

Dejé escapar un suspiro de alivio cuando me hube puesto las botas de cuero y la ligera túnica hyliana.

Me dirigí a los establos para ver a Viento. Sabía que en las postas cuidaban bien de los caballos, pero prefería asegurarme de que todo estuviera en orden.

Y allí estaba, limpio y cepillado, aunque seguía teniendo el mismo aspecto salvaje de siempre.

—¿Lo ves? Te dije que volvería lo antes posible. —Extendí el brazo para acariciar su suave pelaje oscuro, pero Viento se apartó—. Diosas, tampoco he tardado tanto —gruñí.

Quizá me había demorado los últimos días. Los goron habían insistido en celebrar una fiesta en mi honor, y no logré convencerles de lo contrario. Hubo un sencillo banquete en el que solo se sirvieron rocas. Mi yo pasado debía haber estado loco para comerse una de esas piedras.

Pasé toda la tarde en los establos, mimando a Viento hasta que el animal decidió perdonarme. Salí al anochecer, con la esperanza de que el resto de viajeros no se hubieran aglomerado todavía junto a la cacerola.

Sin embargo, en el exterior ya había un buen grupo de personas sentadas alrededor del fuego, hablando y riendo a gritos. Saltaba a la vista que no estaban sobrios.

Suspiré y me cubrí con la capucha. Busqué un lugar apartado, un lugar en el que pudiera pasar desapercibido. Divisé un rincón oscuro junto a una roca que podría servir.

Me senté en el suelo y encendí una hoguera. El posadero me tendió un cuenco de sopa. Estaba fría, pero no me quejé.

Las primeras estrellas comenzaban a brillar en el cielo teñido de color púrpura. La brisa allí era cálida, y agitaba los pocos arbustos secos que habían logrado crecer en aquel árido terreno rocoso.

¿A dónde me dirigiría ahora? Me restaban dos Bestias Divinas por liberar, Vah Naboris y Vah Medoh. Ambas se encontraban en puntas opuestas de Hyrule, pero ¿qué podía hacer aparte de resignarme? Debía darme prisa.

De pronto, escuché música. Al principio pensé que provendría del grupo de gente junto a la cacerola; seguramente algún idiota borracho se habría puesto a cantar. Pero luego me di cuenta de que sonaba demasiado bien.

Busqué con la mirada el origen del sonido y, cerca de la entrada, divisé a una criatura que no recordaba haber visto antes. Tocaba un instrumento alargado que tampoco me resultaba familiar.

"Es un orni", comprendí tras examinar a aquel ser con más detenimiento. Había oído historias sobre ellos en las postas y en los caminos, de boca de viajeros y comerciantes que habían conseguido llegar a la fría región de Hebra. Se decía que era una tribu orgullosa, y que la mayoría de guerreros eran verdaderamente diestros con el arco. También se hablaba maravillas acerca de sus flechas, que eran, según algunos, las mejores de todo Hyrule.

El orni se dio cuenta de que le estaba observando. Dejó de tocar y avanzó en mi dirección sin ningún tipo de prisa.

—Hoy hace una buena noche, ¿verdad? —dijo a modo de saludo. Me mantuve en silencio; la experiencia me había enseñado que no debía confiar en nadie demasiado rápido—. ¿Puedo compartir hoguera con vos?

Me lo pensé durante unos breves instantes antes de asentir despacio, aún sin saber cuáles eran sus intenciones.

Él se sentó frente a mí con tranquilidad. Al parecer, no se percataba de mi desconfianza o, al menos, la ignoraba.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora